La teoría de la conspiración es pasto fresco para los gobiernos populistas y mesiánicos. No solo los engorda sino que tiende a producirles amnesia. El presidente Rafael Correa no ha vacilado, durante su gira europea, en repetir que hay un complot en su contra en el que, por supuesto, involucra a todos los magnicidas que discrepan con sus ideas y sus métodos.
Pero en función de la accidentada historia política local, es posible afirmar que casi nunca antes un gobierno ha gozado de tanto poder político ni ha logrado un control institucional tan amplio. Que a ninguno, al menos en democracia, se le ha permitido un uso tan discrecional de los recursos públicos y que ninguno ha tenido una falta de fiscalización como el actual.
Correa es beneficiario de la destrucción de los viejos partidos y de la bonanza generada por la emigración y los altos precios del petróleo. Es su mérito haber priorizado el gasto social.
Pero él, y no la oposición, es responsable de haber decretado emergencias en casi todos los sectores para contratar en condiciones excepcionales. Él es el responsable de apoyar un modelo económico que desincentiva la producción, la iniciativa y la inversión privadas.
Él, y no la oposición, es responsable de haber ofrecido el país ideal y después no poder cumplir el sueño. Las leyes apresuradas o sin consenso son el resultado de su visión controladora y de un Legislativo obsecuente con la llamada revolución ciudadana. Pero los revolucionarios son autoindulgentes pues se trata, como se ha vuelto frecuente escuchar, de un proyecto “en construcción”…
Él, y no la oposición, es responsable de no haber organizado un partido político y de pretender controlar a la sociedad a través de instancias estatales de las cuales dependa la organización social.
Él es responsable de haber creado un entorno internacional hostil. Si ahora decide apoyar a las regiones separatistas en Georgia, para satisfacer los intereses rusos, él será responsable de alterar uno de los principios básicos de la diplomacia nacional, con todas sus consecuencias. Haber acumulado procesos arbitrales en contra del país en los tribunales internacionales tampoco es culpa de la oposición.
La descalificación del contrario, sin ser su patrimonio, es parte del estilo presidencial. Y el problema generado por su hermano mayor, Fabricio, es el fruto de unas relaciones familiares y políticas mal procesadas en donde están en juego aspectos emocionales e irracionales de los cuales no puede hacerse cargo el resto del mundo sino el entorno familiar presidencial.
Culpar a la oposición de la acción o de la omisión gubernamental es tan absurdo como si el presidente Álvaro Uribe culpara a la oposición de su proximidad con Estados Unidos y del acuerdo que acaba de firmar para el uso de bases militares. Valentía no es buscar bonitos lugares para morir sino asumir las responsabilidades.