La demócrata Nancy Pelosi fue la piedra en el zapato de Trump. Lo enfrentó eficazmente en el Congreso. Foto: EFE
En una entrevista concedida al periodista Bob Woodward, Donald J. Trump definió qué es el poder. Y lo dijo con cierto pudor, algo curioso en alguien que no se ha caracterizado por ser “ políticamente correcto”. Pero era su verdad y la aplicó durante los cuatro años como Presidente de Estados Unidos: el miedo.
“El verdadero poder es, y no quisiera usar esa palabra, el miedo”, dijo Trump.
El 20 de enero del 2017, cuando asumió como el 45º presidente de Estados Unidos, Trump comenzó su discurso agradeciendo a su predecesor, Barack Obama, por permitir la transición ordenada del poder.
Fue algo efímero. Apenas terminó su agradecimiento, se fue con todo contra el Capitolio y la clase política, ante sus miles de simpatizantes, que se concentraron frente a la sede legislativa.
“Sus victorias (las de la clase política) no son suyas (del pueblo). Y cuando celebraban en el Capitolio había poco que celebrar entre los americanos que luchan todos los días” para sobrevivir, dijo. Luego de enumerar que las escuelas estaban en crisis, que no había trabajo, que las fábricas estaban oxidadas y la pobreza inundaba las ciudades del interior, que el país estaba tomado por las drogas, las pandillas y el crimen, sentenció: “esta carnicería termina aquí y ahora”.
Haber dicho “carnicería” fue algo que incomodó a muchos. Michelle Obama, la exprimera dama, dijo sentirse horrorizada. Era una palabra violenta para un país que siempre ha mantenido una retórica de unidad nacional, al menos en el día inaugural de un gobierno.
Cuatro años después, la transmisión del poder al demócrata Joe Biden este miércoles no será pacífica, tal como se comprobó el pasado 6 de enero, con la toma del Capitolio de parte de los enardecidos seguidores de Trump. Más de 20 000 miembros de la Guardia Nacional han sido desplegados a Washington, bajo la coordinación del Servicio Secreto, el temerario grupo de seguridad de los mandatarios. Además, informes de Inteligencia alertan sobre posibles desmanes en los capitolios (sedes legislativas) de los estados.
Las bochornosas imágenes de la turba fueron su último y desesperado recurso para buscar el fin del statu quo político, tanto de ajenos (demócratas) como propios (republicanos). Lo vio todo por TV. Sus hijos celebraban; Donald Jr. subió un video con la música del Gloria religioso, para él los incidentes que generaron temor nacional fueron un triunfo.
Las investigaciones policiales afirman que el objetivo de los manifestantes era atentar contra la vida de algunos congresistas, sobre todo de Nancy Pelosi, la mujer que supo ponerle el freno a un hombre que en realidad nunca ha creído en la democracia y tampoco en la
, cuyo texto muchos dudan que haya leído alguna vez en su vida.
El que Trump no esté presente en la ceremonia no deja de ser un desafío al sistema y a la tradición política de un país que se ha vanagloriado de su democracia. Hizo lo posible para minarla y romper las reglas de juego. Ha actuado como un populista cualquiera, de esos que conocemos bien en América Latina (aunque el populismo es, en realidad, un invento estadounidense), que se vale de la democracia para, llegado al poder, ignorarla.
A Trump le importó muy poco el sistema judicial, aunque aprovechó sus cuatro años para llenarlo de jueces conservadores que le serían favorables en los tribunales estatales y hasta tres (de nueve) en la Corte Suprema. Cosa curiosa: no le apoyaron en ninguna de las demandas que presentó ante el supuesto fraude en las elecciones del 3 de noviembre. De algún modo, las instituciones siguen funcionando.
Atacó a la prensa, salvo a la que le era aliada, como Fox News. Ahora, incluso piensa fundar un canal de noticias que le sea propicio. La libertad de expresión y de prensa es la primera y la más sagrada de las enmiendas a la Constitución.
La segunda, también sagrada, sí le gusta: la libre tenencia de armas, con las que imponen miedo los grupos supremacistas blancos, los de ultraderecha, los ‘proud boys’ a los que alienta y hasta da órdenes para retroceder y estar alertas.
En el Partido Republicano también le temen. Algunos, en la intimidad, cuestionaban sus métodos pero no se animaban a contradecirlo, y menos aún -si eran congresistas– a votar en contra. Para el Mandatario, esa sería una alta traición a él, porque de eso se trató su Presidencia: de él. En su palabras, la economía creció por él; las Fuerzas Armadas se fortalecieron con él; la migración se detuvo gracias a él; el mundo respetaba -y temía- a Estados Unidos, por él. ¿Y la crisis sanitaria? No. Eso, no. La culpa era de los demócratas.
Se apropió del partido. Durante la convención para nominarlo como candidato a la reelección por el Partido Republicano, no hubo ni una sola figura ajena a su mesa chica; ni siquiera estuvieron los líderes que le habían sido leales. Parecía una empresa más de la marca Trump: él y sus hijos, sus nueras y yernos. Y los que sí lo cuestionaban, como Mitt Romney (senador por Utah), han caído en el ostracismo.
El ataque fue el arma contra sus rivales. A los demócratas los calificó de socialistas, palabra tabú. Es que nunca dejó de creer que es el miedo -y no otra cosa- lo que permite gobernar. Pero nadie se anima a decir que ha llegado su fin: las milicias podrían esperar su momento.