Enfrentamiento de los pobladores de Baños con los militares para ocupar la ciudad durante la emergencia del volcán Tungurahua en el 2000. Foto: Archivo/ EL COMERCIO.
La siempre bullente y vital Baños quedó desierta de un día para el otro. Parecía que una plaga de dimensiones insospechadas había provocado el éxodo de los alrededor de 20 000 baneños, de las zonas urbanas y de los alrededores, cuyos campos se veían cubiertos de una ceniza compacta que acabó con los huertos de cítricos y caña de azúcar, y las fértiles chacras de papas, cebolla blanca, maíz y de otros productos. No fue una plaga. Era el despertar del volcán Tungurahua, su vecino más famoso, que había callado durante cerca de un siglo.
Afanosos comerciantes del turismo y las artesanías, en su mayoría, los habitantes de Baños comenzaron un éxodo doloroso a mediados de septiembre de 1999, un mes signado por las lluvias. La alerta amarilla se prendió el 15 de septiembre de aquel lejano año; y la roja no tardó en llegar, cuatro días más tarde.
Los atribulados baneños cargaban sus pertenencias, objetos más queridos y animales (mascotas, pollos, chanchos) en camionetas propias y de alquiler y en los pesados camiones verdes del Ejército. Personal de las brigadas N. 19 Napo, asentada en Shell, Pastaza, y de la Escuela de Formación de Soldados, en la entrada de Ambato, apoyaron en esta dolorosa tarea.
Lloraban los niños, los jóvenes, los adultos, los viejos. Todos confiaban en los candados, guardianes de casas, hoteles y hostales. La cotidianidad de Tungurahua, Pastaza, Chimborazo y Cotopaxi, cambió de pronto por la presencia de los forzados emigrantes de esta tragedia.
El maestro Gabriel García Márquez decía que el Periodismo es la mejor profesión del mundo porque, entre otros rasgos, al comunicador le permite situarse donde otros no están para cumplir su trabajo: ya sea en la profunda selva; en la oscura mina, o cruzando un río correntoso.
El periodista se vuelve un testigo de su tiempo, aporta con su sensibilidad y mirada sorprendente a captar y narrar los hechos, chicos o grandes, cruzados por la siempre sorprendente condición humana y sus inusitadas consecuencias.
Esto le pasó a quien escribe este testimonio y a la tropa de periodistas locos que nos aventuramos a narrar los días de un Baños solitario, ocupado solo por las almas en pena, en especial por la fugaz e insólita presencia de una bella mujer vestida de blanco, como una novia envuelta en nardos, caminando hacia el altar, que aparecía por las piscinas llenas, pero sin gente, del Manto de la Virgen, por El Salado, por el parque ya sin caballos de fantasía, en los cuales a los niños les encantaba ser fotografiados por viejos maestros de las cámaras de fuelle.
Volcán Tungurahua. Fumarolas del 9 de septiembre del 2014. Foto: Archivo/ EL COMERCIO.
Ya no había las ricas melcochas, ni los tenderetes repletos de artesanías de tagua, madera y plástico, alrededor de la añeja iglesia de la Virgen de Agua Santa, la protectora del pueblo. Tampoco se escuchaban a los festivos italianos, franceses, gringos y de otros países, visitantes preferidos de este cantón que ofrecía –y ofrece- turismo de aventura, caminatas, una variada gastronomía nacional y extranjera y bellos lugares, en especial de cascadas y de ríos, que captaban en postales para la posteridad.
Los técnicos y los locutores de la única radio de Baños se negaron a partir. Esto fue bueno, porque los periodistas, en un carrousel noticioso, ofrecíamos nuestras visiones de la reportería que hacíamos para enviar las crónicas a nuestros respectivos medios de comunicación.
Los pocos afortunados dormimos en casas de albergue de la zona de Bascún. Otros en carpas prestadas por el Ejército. Los cañonazos no dejaban dormir y fue un espectáculo inolvidable divisar, en medio de la niebla, el fuego que lanzaba el Tungurahua. El lodo y la lava escapaban por la quebrada de Bascún y descendía por las aldeas aledañas al coloso, en especial hacia Bilbao, vacía, como un pueblo en medio de la nada.
Salvo los técnicos del Instituto Geofísico de la Politécnica, asentados en la cercana estación Guadalupe, al principio pocos sabían los daños que provocaría el volcán, conforme transcurrían los días de ceniza y lava. Uno de los pocos placeres para los periodistas: bañarse, en la noche, en las solitarias piscinas, alumbrados por la candela volcánica, después del envío de fotos, crónicas, noticias y reportajes.
Los baneños en lugares extraños
Imágenes que a muchos siempre acompañarán: los hábiles y fuertes baneños batiendo melcochas a orillas de la Panamericana en el cantón Salcedo, en Cotopaxi. O vendiendo rosarios de plástico, sonoras maracas y guitarras de juguete en Ambato. Ellos se sentían extraños y con el recuerdo de su tierra a flor de piel. Muchos decían que ya no les interesaba morir junto al volcán, solo en su Baños del alma.
La idea del retorno fue madurando, porque la gente ya no se enseñaba en los improvisados albergues habilitados en colegios, escuelas y recintos militares de las provincias mencionadas líneas arriba. Ecuatorianos y extranjeros adquirían las golosinas y artesanías que vendían los trabajadores habitantes de Baños.
Pasaron tres largos y tediosos meses. Y el 5 de enero del 2000 una turba encariñada con su ciudad rompió un inmenso cerco militar y policial y entró a la fuerza a Baños, a pesar de que regía la alerta roja. Lo hizo por dos direcciones: desde Pelileo, por la Sierra, y desde El Puyo, por Pastaza.
Fue una batalla campal en la vía asfaltada. Los ánimos se enardecieron, cuando un imprudente y bisoño soldado disparo su fusil FAL belga (Fusil automático liviano) y mató a un joven en una curva, cercana a un abismo.
Recuerdo que el chico cayó de un certero balazo en el pecho a escasos diez metros del sitio en el que cubríamos la noticia, junto a una inmensa roca, con el fotógrafo Eduardo Terán, temerario para las lides peligrosas y gran profesional.
En medio de la trifulca, una multitud enardecida encerró a un grupo de 15 conscriptos en un bus. Los más furiosos querían quemarlos. La atinada presencia del párroco de Baños evitó la tragedia y los soldados lograron escapar por una escarpada ladera.
En el hospital de Pelileo hubo heridos. Este Diario desplegó, en dos páginas, este reportaje de intensa vivencia; en una foto se veía a un chico portando un fusil del Ejército. Finalmente, tras un forcejeo que duró desde el mediodía del 5 de enero del 2000 hasta la noche, los baneños ingresaron a sus casas queridas para nunca salir, así les cargue el volcán. Con la bulla, la mujer vestida de blanco quizás escapó a un jardín perfumado y oculto. Fantasmal y bella, ella caminaba a sus anchas por las calles desiertas, como una novia solitaria.