Camilo José Barrios y Javier Sánchez, rescatistas de Marbella que con equipos precarios salvan la vida de los bañistas. Foto: John Montaño, El Tiempo de Colombia, GDA
El pasado fin de semana salí con mi hijo a disfrutar de una tarde de playa en el sector de Marbella, a pocas cuadras de la Ciudad Amurallada en Cartagena.
Como muchas veces, nos lanzamos a disfrutar de un breve baño de mar, pero mi hijo se quedó cerca de la playa para vigilar el morral en que habíamos dejado nuestras pertenencias sobre la arena.
Me sumergí un par de minutos, pero cuando quise nadar nuevamente hacia la orilla la corriente se hizo rebelde y me arrastró mar adentro.
Considero que soy un buen nadador, sin embargo, mis brazadas y mi lucha por alcanzar la orilla eran inútiles y el mar me tragaba.
El cálido mar Caribe que segundos atrás me traía regocijo era ahora un monstruo gigante que me engullía con sus olas que yo recibía como fauces de agua. Entonces entré en la etapa en la que hasta el mejor nadador sucumbe: el pánico.
Ahora entiendo que el desespero es el peor enemigo en una situación así. Comencé a gritar pidiendo ayuda, pero la brisa fuerte de enero y las olas furiosas ahogaban los llamados de auxilio y nadie me escuchaba en la ya distante playa; mientras tanto me agotaba, crecía el desespero y en cada grito mudo tragaba océanos de agua.
Las fracciones de segundos en las que el mar me permitía ver hacía la orilla, alcanzaba a ver a los pocos bañistas corriendo de un lado a otro tal vez en busca de ayuda.
Pero como la vida me quiso dar una segunda oportunidad, apareció entonces, entre las olas briosas, Camilo José Barrios, un hombre que desde hace cinco años, por un salario mínimo, se gana el sustento diario como salvavidas en las playas de Marbella.
Camilo José traía cara de tragedia. Claro, en su trabajo diario lucha por la vida de los demás, pero también lucha por la suya y sabe que cada nuevo rescate es impredecible: para un rescatista, un bañista en pánico a punto de ahogarse puede ser más peligroso que el propio mar picado, y ambos pueden perder la vida en la operación.
─¿Qué hago?, alcancé a gritar con el último aliento que me quedó.
De un golpe seco, Barrios me puso la bala (una pieza de plástico inflada al vacío que hace las veces de flotador) contra el pecho y me gritó con ese amigable todo costeño: “¡Agárrate y relájate!”.
Unido al rescatista por un lazo, que hizo las veces de cordón umbilical que me devolvió la vida, el hombre nadó mar adentro dibujando una media luna y finalmente tocamos nuevamente arena unos metros más adelante.
En tierra firme nos esperaban Javier Sánchez, el otro rescatista de la zona quien abordó a mi hijo de 17 años para retenerlo y evitar que tal vez se atreviera a lanzarse al mar.
De no ser por Camilo José Barrios no hubiera escrito estas líneas. Mis nados para poder regresar a la orilla hubieran sido una lucha inútil contra la corriente, y mi desconocimiento del mar y sus caprichos me hubieran agotado. No me hubiera matado el mar: lo habría hecho el desespero.
Barrios me explicó que las playas de Marbella se están convirtiendo en las más peligrosas de Cartagena por cuenta de los nuevos espolones en roca que hacen parte de las obras del túnel de Crespo, pues han generado remolinos cerca a la orilla que están dando como resultado que las corrientes arrastren a los bañistas más adentro.
Camilo José, de 28 años, y padre de una pequeña de 8, muestra los rasguños en brazos y espalda que le han dejado las personas desesperadas a las que saca del mar.
En sólo 20 días, de la pasada temporada turística, este hombre rescató a 32 personas en estas playas, y recordó que en julio del año pasado un policía chileno, que se veía diestro en el nado, se ahogó.