El 16 de abril, la casa de Miguel Farias, de 84 años, sufrió daños. Tiene fisuras en la fachada y en las paredes internas. Foto: Alfredo Lagla / EL COMERCIO
Los tres son octogenarios: Juan Cerón, Miguel Farías y Secundino Intriago. Viven cerca el uno del otro. Los tres enfrentaron en Canoa los tres terremotos que ha soportado este cantón manabita desde 1942.
“En el primero, yo tenía 12 años. Mi padre, que era alto, tuvo que ponerme en sus hombros para sacarme de la casa porque el agua llegó hasta acá”, relata Juan Cerón con gran lucidez. El acá quiere decir tres cuadras desde la playa y el agua le llegaba a mojar el abdomen a su padre. “El mar rugía”, dice.
Secundino relata con gestos y risas su experiencia de aquel movimiento telúrico. “La tierra se abrió, al caminar había que colocar un pie a cada lado de la grieta”. Salta como niño en una rayuela para demostrar cómo le tocó brincar al salir de su casa y mirar las calles de Canoa totalmente agrietadas.
Miguel, de 84 años, relata con menos emoción y más pausado. “Fue en la noche, estábamos durmiendo, y mi mamá nos dijo que saliéramos de la casa para un refugio. Lo que me acuerdo es que de las calles salía agua porque rompieron las tuberías”.
El segundo ocurrió en 1998, “se cayeron las casas de caña y también de cemento, pero no mató gente como esta vez”, detalló Juan.
El movimiento telúrico se registró a las 17:00. “Yo trabajaba como albañil en un segundo piso, cuando se vino el terremoto salí corriendo a ver a mi familia. A mi hija no le pasó nada, pero mi casa ya estuvo caída”, contó Miguel. Secundino, también de 84 años, sin perder su sentido del humor, dijo que se quedó impactado por la caída de la iglesia, “desde ahí creo que vino una maldición”.
Los tres coinciden que el terremoto del 16 de abril último fue el más fuerte y el que más daño causó por el número de muertos. Ya son 663, según la Secretaría Nacional de Gestión de Riesgos. “Yo estaba en mi quiosco en el malecón donde vendía batidos. No me quedó más que un vaso de licuadora. Todo lo perdí. Fui a ver qué pasó con mi casa y también se quedó en el piso. Solo me quedaron dos sillones y mi ropa”, dijo Juan.
Miguel, que tiene dificultad para moverse, ese 16 de abril estaba en el portal de su casa. “Me abracé al pilar y solo le pedía a Dios que me libre de este terremoto. Me dio mucho miedo porque se fue la luz, la gente gritaba que se venía un tsunami”, manifestó mientras una lágrima quería rodar por su mejilla. Su casa sufrió daños, hay fisuras en la fachada y en las paredes internas. Desde entonces duerme en una carpa en el patio de la casa de enfrente.
Secundino no hizo más que esperar que la tierra dejara de temblar. La casa de caña, que la construyó con sus manos, no registró daños, sin embargo, su esposa Julia Jacinta Arteaga, le decía que debían salir y correr a la montaña porque todos hablaban del peligro de un tsunami. “Como no quería salir, me pedía que buscara las escrituras de la casa y que se iba, no quería que se mojaran”.
Juan Cerón, que perdió parte de su pierna izquierda hace siete años por un accidente en una panga, es de la idea que a los niños hay que enseñarles a convivir con estos fenómenos para que no tengan miedos. “Debemos decirles que es algo natural”.
Quiere vivir tantos años como su padre, quien falleció cuando cumplió 115. “Como buen manaba, nos alimentamos de toda clase de mariscos, puro calcio. No comemos carne, eso envejece”, añade Cerón, a quien le gusta cantar pasillos.
Miguel, por la hipertensión que padece, espera seguir contando con la medicación diaria que necesita para controlar su presión. Secundino, en cambio, no deja de trabajar y de cuidar su casa. Con su machete, se encarga personalmente de trabajar en su finca, de arreglar su casa y de cuidar a su familia como todo un manaba de cepa.