La mejor terapia en Bahía es la conversación

Un grupo de adolescentes  se entrena en Bahía. Foto: Julio Estrella/EL COMERCIO

Un grupo de adolescentes se entrena en Bahía. Foto: Julio Estrella/EL COMERCIO

Un grupo de adolescentes se entrena en Bahía. Foto: Julio Estrella/EL COMERCIO

Llegar a Bahía cuando la noche está apareciendo es encontrarse con un lugar en el que todo está roto, cuarteado, cubierto de polvo. El ruido que producen las llantas del auto sobre los granos de asfalto suelto es casi lo único que se escucha.

Bahía no era una ciudad con una tradición de movimiento, más bien se la consideraba un destino de descanso, un paraje apacible, ideal para vacaciones en familia, con grandes edificios de departamentos, cuyos propietarios residen en su mayoría fuera de Manabí.

Sus habitantes disfrutaban de esa tranquilidad, pero le temen al silencio, que ahora se ha instalado como consecuencia de la destrucción y al letargo que ha llegado como compañero de las demoliciones.

¿Cómo se vive en una ciudad en la que a cada paso se encuentra una casa fisurada? ¿Cómo se duerme en el segundo piso de una edificación ubicada junto a otra que fue demolida en la mañana? Las fa­milias, que ya pasaron algo similar en el terremoto de 1998, saben que la única forma es conversando, visitándose, acompañándose al baño, porque -lo crea o no- tomar una ducha en Manabí es una actividad que genera pánico, que no puede hacerse en paz.

Hace un mes, aproximadamente, Gloría García y Beatriz Aveiga decidieron restablecer su puesto de venta de queso manaba, torta de choclo y flan de coco en los bajos de su casa, ubicada frente al Astillero.

Desde las 16:00 se sientan en la vereda y se cuentan cómo ya decidieron volver a colocar los vasos en el aparador, cómo la noche anterior -por fin- pudieron dormir más de tres horas, cómo limpiar la mesa es infructuoso porque enseguida el polvo de los ladrillos regresa. A la par que recolectan unos dólares para continuar con la reparación de su casa, las dos cuñadas se hacen terapia.

A unos minutos de ahí, César Pinargote, su familia y sus amigos disfrutan de un juego de mesa en los exteriores de la heladería ubicada en las calles Padre Laines y Horacio Hurtado. Aprovechan que muy pocos vehículos transitan por la zona, para colocar la mesa en medio de la calle.

César es ahora una especie de promotor comunitario. Su negocio está siempre abierto para quienes deseen ir a intercambiar ideas. Dice que si algo bueno puede surgir de esta situación es que la familia conversa más y los amigos no temen expresarse cariño.

Esas actividades hacen que por un momento desaparezca el miedo que les generan las paredes cuarteadas del edificio que está detrás de ellos.

Esa fuerza colectiva también fue clave para que Harold Ramos y Estéfano Zambrano, de 18 y 17 años, respectivamente, vencieran su miedo a acercarse al mar . Ellos son parte de un grupo de crossfit que, desde hace unos cinco meses, se entrena en el malecón de Bahía.

Luego del terremoto suspendieron las actividades, pero desde unas tres semanas retomaron las reuniones, porque en el deporte han encontrado una manera de superar el temor a estar solos en casa.

Cada noche, esta familia de deportistas recorre al trote las calles de la ciudad, miran las casas cuarteadas, los restos de bloques que van dejando las máquinas, los retiran de su paso, reúnen valor para una vuelta más y se prometen vencer el temor que les dejó el devastador terremoto y ser la generación que levantará a su pueblo.

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