Al analizar la deriva autoritaria del Régimen, hay quienes tratan de encontrar respuestas en las motivaciones personales del Jefe de Estado. Se analiza su estructura mental, las peculiaridades de sus experiencias vitales y se trata de encontrar respuestas en los anales de la psicología. Se describe el perfil del personaje, se anticipan sus reacciones frente a determinadas “provocaciones”, reacciones que van configurando un patrón de comportamiento predecible. Este tipo de interpretaciones corre el riesgo de reducir el análisis político al perfil subjetivo del personaje de turno.
Pero, ¿cuál es la verdadera incidencia de la personalidad en un modelo político? Ciertamente, el temperamento y la historia personal son fundamentales para definir los estilos de liderazgo político. Pero su expresión no sería posible si no existieran además elementos estructurales que permitieran su emergencia.
Los elementos antidemocráticos del Régimen están vinculados al modelo diseñado en Montecristi y accidentadamente instrumentado desde entonces. Este modelo corresponde a un momento del péndulo político que en la historia del Ecuador nos ha llevado alternativamente de etapas de restricción del gasto público y de contracción de las competencias estatales, en épocas de vacas flacas, a etapas de expansión del gasto y de reforzamiento de las prestancias estatales cuando los recursos abundan.
Un temperamento como el del presidente Correa con el precio del barril de petróleo a 20 dólares seguramente no habría salido victorioso de cada escrutinio electoral al que se ha sometido. La popularidad del Régimen no puede ser desvinculada de los altos niveles de inversión pública que se ha podido permitir en los últimos 5 años, así como del dispendioso uso de recursos públicos, para aceitar la maquinaria electoral de la propaganda y del proselitismo.
Pero la realidad de ahora parecería ser distinta. En el escenario económico mundial el precio de los llamados ‘comodities’ tiende a subir o a estabilizarse en un contexto de masiva ampliación de su demanda. Es entonces, cuando la peculiaridad del liderazgo autoritario cobra relevancia; y advierte sobre el riesgo de su consolidación.
El modelo político ‘produce’ el liderazgo que necesita, funcional para la demolición institucional que venimos presenciando, y dispuesto a gobernar en el terreno devastado. Una institucionalidad democrática precaria, que favorece la discrecionalidad del Ejecutivo en un contexto de centralismo que se hace fuerte en el debilitamiento de la sociedad y del mercado.
No es por tanto el diván del psicoanalista el que resolverá los problemas políticos del país, sino la repolitización de la sociedad, y el esclarecimiento sobre las consecuencias del vínculo entre modelo estatista y liderazgo autoritario.