Después de cada evento electoral, tras los triunfalismos, los aplausos y los festejos que dejan las elecciones y los plebiscitos, después de mirar la fiesta de los unos y la derrota de los otros, me asalta la preocupación de que esos episodios no son ejercicio riguroso de democracia responsable, sino algo parecido al sorteo de la felicidad. Y, claro, en los días que siguen a la proclamación de los resultados, prospera en los triunfadores una actitud de nuevos ricos, mientras los perdedores alientan esperanzas de que el próximo bingo sí será el suyo. Cuestión de lotería, problema de acertarle a la ruleta, ahora que han prohibido los casinos.
La perversión de la democracia y la perdición de las repúblicas nace, casi siempre, de la constante inmersión en el electoralismo a que se somete a una población desinformada, agobiada por la propaganda y habituada a entender al Estado como el padre, la madre y el santo patrono. La constante apelación al pueblo devalúa la soberanía popular, porque tanto va el cántaro al agua, que termina roto. La propaganda induce la conducta, simplifica los temas, endiosa a los candidatos, y hace que los eventos, como el del sábado pasado, tengan ese sabor a sorteo de la felicidad nacional, porque el discurso y los métodos de la videopolítica dejaron la sensación de que desde el domingo comenzaba la nueva historia, la de la justicia verdadera y la paz perpetua.
Recordemos: la misma sensación de llegar al cielo quedó flotando en el ambiente en los días siguientes a la aprobación, multitudinaria y ciega, de la Constitución de Montecristi. Y, ¿qué pasó después de aquella “fiesta democrática”, llegó el tiempo de la felicidad y el imperio de la ciudadanía? No. Como no llegará ahora, por la simple razón de que todos estos son eventos y asuntos del poder, y la felicidad, para la gente de a pie, nunca viene por allí, viene desde cada uno, por el trabajo, por la ilusión de cada familia, por la seguridad de los hijos, por el sentido de pertenencia que se evapora entre las incertidumbres de la democracia tumultuaria. Después de un tiempo, lo del sábado, quedará en la memoria del hombre común como un episodio de los tantos en que se anunció, con toda la fuerza de los medios y el agobio de la propaganda, que había llegado la justicia. El problema es que nunca llega, al menos a la casa de los más crédulos, que es la masa en que se apoya el sistema. Credulidad, esa es la clave. Ingenuidad, esa es la verdad. Y movilización permanente, elecciones sucesivas que no dejan tiempo ni para pensar.
Los países como el Ecuador necesitan, con urgencia, un aterrizaje forzoso, sereno y responsable, hacia la realidad, a mirar a la democracia como lo que es: un método político, a los gobernantes como personas comunes y corrientes, a los discursos como discursos y a la propaganda como propaganda.