Redacción Sociedad
‘Me gustaría vivir sola, pero todavía no. Si vivo solita yo les extraño mucho a mis papás. No pienso en eso, creo que necesito tomar un bus, un taxi, pero todavía no puedo”, responde Carlita Pesántez.
No tengo miedo de estar sola. Para pasar la calle, antes miro los carros.
Carla Pesántez
Asistente de Secretaría de la UTEEl 11 de junio cumplió 25 años. Su edad no es tan real, los años no reflejan cómo piensa y actúa. Para unas cosas es una niña de 10 años, para otras de 15 y de hasta 20. “Tiene un altibajo, no es totalmente regular”, indica su madre, Martha Cecilia Andino.
Regulares son los niños o personas sin una discapacidad intelectual. Ella tiene síndrome de Down, una alteración cromosómica que pudiera impedir que Carlita se comunique con claridad.
Esto porque, entre otras cosas, su lengua es más gruesa y su paladar más profundo. Pero empezó las terapias de lenguaje, psicológicas y de motricidad a los dos meses de nacida. “Mi tío murió el día de mi cumpleaños y me dio mucha pena, pero estoy muy bien. Mi mami me hizo una fiesta con mis amigos”, recuerda.
Está sentada en la recepción de la oficina de Relaciones Públicas de la Universidad Tecnológica Equinoccial (UTE), en el norte de Quito. Deja un rato su oficio de contestar el teléfono y da algo de información sobre el período de inscripciones para conversar.
Su ‘jefa’ es Alexandra Pinto, secretaria del Departamento. Buscan tareas específicas, “tiene una discapacidad intelectual mínima. Me ayuda a contestar llamadas, por ahora mayor información la doy yo, queremos ver si se desenvuelve sola. Ordena y guarda los papeles en carpetas”.
Cuenta que para los estudiantes o quienes piden datos sobre carreras o inscripciones aún es extraño adaptarse. “Por más que la vean en la recepción, esperan que yo me desocupe y preguntarme las cosas. Queremos que tenga sus tareas, que se sienta útil”.
Parece una niña que juega a ser grande. “Trabajo de 09:30 a 13:30. A veces mi papá Marcelito López me deja y me lleva, otras mi mamá. Empecé el martes 22 de junio, me dieron un contrato, mi mami me leyó y me tocó firmar”.
Martha Cecilia no es la típica sombra en que se convierten algunas madres de chicos con discapacidad. Decidió entre el miedo y el deseo de que su hija sea independiente. Ya no quería que siguiera en el colegio Horizonte. En tres años aprendió a leer, a manejar dinero, computación… Pero sentía que no avanzaba.
Desde julio de 2008 andaba ‘poniendo bocas’ (alertando a la gente), para conseguirle un trabajo a su hija. Pero cuando lo conseguía se asustaba, retrocedía. Rechazó dos, uno en una industria farmacéutica, y en un almacén de muebles, cuyos dueños tienen un pequeño con discapacidad y querían emplear a alguien así.
Cuando Lourdes Armendáriz, decana de la Facultad de Ciencias Sociales y Comunicación en la UTE, le ofreció el empleo, otra vez Martha Cecilia se puso nerviosa. Dijo que no, pero luego de 15 minutos llamó para aceptar.
Armendáriz es fundadora de Olimpiadas Especiales, ahí conoció a Carla, que practica natación, fútbol y pronto tenis. Desde hace 10 años, la UTE considera la inclusión en su oferta. Graduó a 215 jóvenes con discapacidad en distintas carreras. Querían probar dándoles un empleo y de paso cumplir con la Ley, que indica que al menos el 3% de la nómina debe tener alguna discapacidad.
“Voy a tener mi futuro, mi plata, ya tengo la libreta de ahorros. Les quiero mucho a ellos (sus compañeros), por ayudarme, sigo adelante”, confiesa Carlita, que extraña a sus amigos de colegio, pero no deja de verlos. Se reúne con ellos los fines de semana.