La selva habita en medio de la ciudad

Hacer la chicha tiene su truco. Myriam Guevara lo conoció por lo menos una década atrás mientras recorría la selva con su abuelita y ella le daba una hoja agridulce para que la mastique. Le decía: “Toma para que seas buena mujer y hagas chumar  al hombre”. Ahora, cuando ya tiene sus hijos y está casada piensa que esa hoja produce más saliva en las mujeres y que por eso existen algunas que son capaces de hacer una buena bebida y otras a las que se les seca la garganta en medio de la elaboración.

 Ella es parte de un poblado en donde viven 150 familias pertenecientes a diversas etnias amazónicas que decidieron trasladarse de la selva a la ciudad.  Ahora están ubicadas a 15 minutos de la ciudad del Puyo, pero conservan muchas de sus tradiciones. El lugar se llama Ñuncanchalpa. La traducción es nuestra tierra. 

Todo empezó antes de que en el Ecuador circule el dólar. Las jóvenes y los jóvenes indígenas llegaban a la ciudad con el deseo de estudiar, pero no tenían un sitio  en dónde vivir al igual que  quienes  trabajaban  en la ciudad. El problema era que los  arriendos eran caros para su bolsillo y no podían mantener ese ritmo. Los primeros en llegar a la ciudad habían comprado unos terrenos y ellos  llamaron  a otros para que se ubiquen en un terreno baldío. Así fueron llegando cada vez más personas a un área que era propiedad de la comunidad dominicana.

Después consiguieron comprar el terreno de 13 hectáreas, bajo la condición de que todos quienes  habiten allí iban a vivir como en sus comunidades.

Hoy en día algunas cosas han cambiado. Tienen agua, luz  y hasta teléfono a diferencia de antes.  Sin embargo, conservan algunas tradiciones.

El poblado está abierto para los turistas. Lo primero que pueden ver es una gran choza, en donde nunca falta la chicha de yuca mascada por las mujeres del sitio. No aceptarla es una ofensa, no obstante se pueden hacer ciertas concesiones si alguien no está dispuesto a servirse la bebida.

Allí también está Rosa Machua, de 75 años. Casi no habla español, pero conoce al detalle las historias de su pueblo. Ella no ve con su ojo derecho. Cree que todo fue por una venganza de un chamán, aunque recuerda que  el daño ocurrió el día en que le brincó una astilla mientras reprendía  a su hijo.

Ella hace cerámica. Transforma el barro en ollas de ají y de chicha, que son dos utensilios básicos en su cultura, porque “sin ají no es comida”.  También es quien cuenta las historias de la creación de los árboles, de los pájaros y de las plantas de la selva.

Habla de cómo una mujer se convirtió en Wituk, un árbol de la selva al que se le ha atribuido ciertas propiedades medicinales y de cuyas pepas las mujeres sacan una tintura para pintar sus rostros, como señal de belleza.

No obstante, Myriam dice que no  todas las mujeres pueden usar esta sustancia,  pues solo se fija en aquellas a quien quiere. Piensan que la energía influye en el proceso.
Julian Santi también es otro personaje de este lugar. Él es un chamán. En su cultura no  todos pueden serlo. Quienes están predestinados son elegidos incluso antes de nacer, mientras están en el vientre materno.  Él se define como un hombre sabio que hace el bien. Pero no trabaja antes de las 18:00. Solo desde esa hora puede tomar ayahuasca. La cual le da la posibilidad de conocer ciertas cosas: “Con eso yo puedo ver con qué se va a morir usted y su familia. Se ve todo clarito hasta Quito o Ambato. Se ven culebras, la maldad, los demonios. Eso le limpiamos todito”.

Para eso tiene sus recetas, sus preparados y hasta sus guangos hechos de hojas de opanga.

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