Quito. 16 de julio. Una bala perdida lo alcanzó y comprometió parte de su pulmón. Reporteros de la crónica roja, ávidos de datos -o más bien de amarillismo-, hallaron la casa de salud en la que se encontraba e hicieron público el piso en el cual se recuperaba. Así, expusieron a un testigo del asalto a un vehículo blindado; revelaron su nombre y lugar de trabajo.
¿Gran tarea de verificación y contrastación? De ninguna manera. Aquella información solo interesa a los asaltantes. ¿Alguien se puso en los zapatos de aquel hombre y su familia? La protesta de los médicos fue lógica, debieron poner a buen recaudo a su paciente. Lo mismo ocurrió con otro testigo en Guayaquil, tras el asesinato del Alcalde de Palestina, esos reporteros dieron el número de la habitación donde convalecía.
Machala. 20 de julio. El juez no ordenó su prisión, pero el empresario y político fue señalado en cámaras. Un detenido lo vinculó con el asesinato de Jéssica Núquez.
Como si fuera una teleserie se proyectaron imágenes de la declaración de ese detenido, quien al ser mostrado en TV también fue sentenciado, pese a que el juicio recién empezaba. Es recurrente: esos reporteros (los de crónica roja) señalan con el dedo acusador a los indagados por la Policía.
¿Para qué están los periodistas, para mandar a matar a testigos y para actuar como jueces? A esos reporteros les compete echar por la borda la crónica roja y recordar que detrás de los hechos de violencia hay seres humanos. Proteger a las víctimas y respetar la ley (considerar la presunción de inocencia, ejemplo) son premisas de este oficio.
La Policía es una fuente de información, pero no la única. El buen reportero se documenta, busca a expertos, contextualiza y humaniza. Si al abordar el crimen no contribuye al debate por la seguridad ni piensa en la salud mental de la gente, mejor que se dedique a otra cosa. Porque así solo siembra violencia.