Giovanny Patiño, gerente de La Isla, una conocida operadora turística de Mindo, hace un alto a su agitada tarea. Descansa en una cabaña de techo de cade, cercana al río Mindo, que corre entre bambús. “Si la práctica del canopy no tiene control, el tubing (navegación en boya) no se queda atrás”, sostiene.
Este Diario constató que la diversión de tubing, en el Mindo, uno de los ríos más correntosos, es precaria: muchos de los guías son chicos de 12 y 13 años, las sogas sintéticas para amarrar las siete boyas y construir una nave se ven desgastadas; algunos deportistas no usan casco ni chaleco.
Hace 2 años había una asociación de 50 guías de Mindo, dedicada al tubing.
“Durante 6 años trabajamos muy bien, las operadoras de turismo nos contactaban y entre todos distribuíamos el trabajo; el costo era de USD 6 por recorrido (entre 3 y 10 km por los ríos Mindo y El Cinto); el 20% era para el operador, todos ganábamos”.
“La asociación, de la cual dependían 100 familias, desapareció porque el egoísmo de tres operadoras que optaron por encargarse del tubing”.
“El Ministerio de Turismo -continúa- en vez de apoyar a la asociación dio su respaldo a las operadora, hoy todo es un caos, cada quien lleva el agua a su molino, cobran hasta USD 3 por viaje, nadie fija los precios”. Patiño coordina el trabajo de seis guías especializados en este deporte de riesgo.
A las puertas del verano, la corriente de los ríos de Mindo ha bajado; por ello el riesgo es menor, pero en el invierno (entre noviembre y mayo) los peligros son grandes. Patiño recuerda que hace más de dos años una chica quiteña falleció en una práctica de tubing en el Mindo.
“Ni los guías ni los compañeros pudieron salvarla”. Se recomienda el uso de chalecos, casco, y, ante todo, la presencia de dos guías por embarcación que conozcan este tipo rápido de navegación.
Cerca de las orillas del Mindo, un grupo de adolescentes practicaba, el pasado jueves, el tubing sin equipos. “Eso es normal, nosotros nadamos muy bien”, dijo Jonathan C., de 17 años. Sus ocho amigos sonreían.
A 6 km al occidente de Mindo, la cascada Nambillo embruja por la fuerza de su caída de nueve metros que levanta una cortina de agua, la cual se difumina en el bosque de cedros, laureles y heliconias púrpuras.
Todo el año, pero más en los feriados, decenas de personas vienen a Nambillo, atraídas por el cristalino y correntoso río de nombre similar que corre entre gigantescas piedras negras y verdes. El río nace en las estribaciones del Guagua Pichincha y tras un recorrido de alrededor de 80 km se ondula para formar la cascada Nambillo. Allí, los visitantes, unos metros más abajo, practican un temerario salto de 9 m; antes de la caída de agua, en un remanso, otros, como el guía Johnny Pinto, de 35 años, se lanzan desde el filo de una pequeña terraza sin otro aliado que su coraje.
Raúl Narváez, dueño de un complejo turístico al filo del río, se afana por dar instrucciones a Pinto para que salte al centro del remanso. Eso sucede. Narváez, quien adquirió 77 ha hace 45 años, dice que los visitantes también saltan unos metros más abajo de la cascada, a un sitio profundo. Una turista, que pidió no ser nombrada, denunció a este Diario que no hay medidas de seguridad para realizar los saltos y que hace poco una extranjera cayó mal y se desmayó. Por suerte -explicó- un médico se lanzó al río y la salvó, de lo contrario las aguas la hubiesen arrastrado.
Pero Narváez desmiente el hecho. “En los 7 años que administro el sitio nunca ha ocurrido ningún accidente y, claro, en invierno pido a los turistas que no salten cerca de la cascada”.
No hay ni un pasamanos al borde de un mínimo sendero desde el cual se practican los saltos.
Narváez se ufana de las dos piscinas de piedra, para niños y adultos, que construyó cerca del río, en las que se divierte la familia quiteña García Guerra.
Más arriba, a 2 km, opera un canopy de vértigo. Aquí hay tubos de contención al filo del abismo, el cable de acero, de siete octavos de pulgada, cubre una distancia de 250 m. Luis Narváez, el propietario del canopy, hijo de Raúl, acepta que aprendió a templar cables, desde hace 10 años, observando y acumulando experiencia. Defiende la seguridad al sostener que un técnico de una firma cercana al aeropuerto de Quito, que vende los cables de acero, le instruyó en su uso.