El silencio parece eterno al ingresar a la casa de Dolores T. En la vivienda de un piso, con paredes de bloque y techo de teja, vive la mujer indígena y dos de sus cuatro hijos.
La casa, que está ubicada en la parroquia San Rafael, en Otavalo, no tiene luz eléctrica ni agua potable ni alcantarillado.
La delgada mujer comenta que su hijo mayor, Benjamín, está internado en una institución de protección de menores, en Quito. Fue enviado por la Junta de Protección de los Niños y Adolescentes de Otavalo, luego de que fuera rescatado en Colombia, en agosto del año anterior.
Según Miguel Pilco, abogado de esa institución, el adolescente fue deportado de ese país, tras ser detenido en un combate entre militares y grupos irregulares.
Dolores T. hasta ahora no se explica con certeza qué hacía su hijo en ese país. “Benjamín salió de la casa hace tres años. Quería ganar dinero para ayudarnos. Es por eso que aceptó la invitación de un vecino comerciante de ropa”.
Esta madre se entristece al recordar los menesteres que ha atravesado su hijo. El habría laborado en condiciones precarias, recibiendo maltratos verbales y sin el pago de los USD 230 mensuales que le ofrecieron por su trabajo en la venta de ropa. Es por eso, según comenta la mujer, que su hijo decidió escapar de este trato inhumano. Luego, en su intento por obtener un sustento, fue vulnerable al reclutamiento en las filas de grupos irregulares colombianos.
El vecino, quien llevó a Benjamín, le entregó USD 200 a la madre del adolescente cuando este desapareció. “Me dijo que él se había escapado llevándose USD 5 000. Ahora me exige que le cancele ese dinero. Yo no tengo ese monto, trabajo en una florícola”.
Benjamín es una de las víctimas de la trata de personas. Según una investigación realizada por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), los poblados de Otavalo, Cotacachi e Ibarra tienen incidencias de casos relacionados con este delito, que es considerado como la esclavitud del siglo XXI.
Niños y jóvenes, especialmente indígenas, de Otavalo y de Cotacachi, son trasladados a otras ciudades en Ecuador, Colombia, Chile y Brasil con fines de explotación laboral, señala el documento. Soledad Coloma, investigadora de la Flacso, explica que la mayoría de víctimas es trasladada con autorización de sus padres, a cambio de dinero.
La presidenta de la Junta Parroquial de San Rafael, Susana Oyagata, asegura que la mayoría de habitantes de las comunidades de Huaycopungo y Tocagón es comerciante que se mantienen en constante movimiento internacional. “Es una oportunidad para que los jóvenes aprendan a laborar junto a los adultos. Pero no debe existir explotación”.
El estudio ratifica que la mayoría de víctimas de la trata de personas, con fines laborales, proviene de estas comunidades indígenas. Algo similar sucede en las comunidades de El Cercado y La Calera, del cantón Cotacachi.
Coloma explica que hay 24 casos registrados desde el 2008 en aquellos poblados.
Pero los ilícitos también se cometen en ciudades como Ibarra, donde se han registrado casos de trata de personas con fines de explotación sexual. María Isabel Moncayo, otra investigadora del documento, explica que se trata, en su mayoría, de mujeres extranjeras. “Ingresan al país por la frontera norte. Desde Ibarra las trasladan a Santo Domingo de los Tsáchilas, Manta, Quito y Guayaquil”, manifiesta la experta.
En marzo del 2011 se realizó un operativo donde se rescató a 60 mujeres de cuatro centros nocturnos en el norte de Ibarra.
Según Moncayo, el operativo se organizó en Quito con mucho hermetismo, para evitar la fuga de información que generalmente ocurre. “Las redes de trata de personas llegan hasta los operadores de justicia”. Una mujer extranjera, quien prefirió el anonimato, contó que son reclutadas con la oferta de trabajos dignos. Pero cuando llegan es otra la realidad.
Las investigaciones coinciden en que el problema más grave relacionado con la trata de personas es la impunidad. De 36 casos que se conocieron del 2005 al 2011, hubo tres llamados a juicio y ningún sentenciado.
Gustavo Torres, fiscal de Imbabura, considera que la mayoría de denuncias no concluye por falta de colaboración de las víctimas. En el caso de Benjamín y de la extranjera, por ejemplo, prefieren olvidar ese capítulo de su vida.