En los fríos y sombríos recovecos del presidio, Julián C. se fue ganando, a pulso, el corazón de Margarita.
Han pasado cinco años desde cuando este español, sentenciado por narcotráfico, conoció a su novia, una colombiana de 42 años. Sin proponérselo, ella se convirtió en su esperanza para dejar la cárcel. Todavía le quedan tres años de condena.
Desde los pasillos que conducen al patio del pabellón B se escuchan las panderetas y los cánticos. Es miércoles, día de visita. Desde las 09:00, la comunidad evangélica carcelaria levanta su púlpito en el patio.
En las afueras de la Cárcel 3, que es parte del complejo del expenal García Moreno, hay una fila ordenada, larga. La mayoría son mujeres.
Margarita, la novia de Julián, conoce como la palma de su mano el procedimiento. Primero acude a uno de los puestos de ventas frente al ingreso; deja su celular, sus aretes, correa, cartera, etc. Lo único que puede ingresar es una Biblia, su cédula y unos cuantos dólares.
En el patio de la prisión, cercado por mallas, la espera Julián, de 49 años, mientras escucha la prédica de un interno, que se convirtió en evangelista.
Hace cinco años, Julián abandonó su natal Barcelona; su plan era quedarse solamente un mes en Ecuador. Pero cuando quiso abordar el avión, la Policía lo detuvo. Tenía 10 kilos de cocaína en un maletín.
Según la Asociación Carcelaria, cada miércoles 400 mujeres visitan a sus cónyuges en este centro carcelario.
Una de ellas es Dayanara, oriunda de El Carmen, Manabí. En el patio del pabellón A, hace cinco años conoció a quien ahora es el padre de su hija.
Carlos A. está preso desde hace nueve años. Aunque no se han casado, él sueña con vestirse de esmoquin, jurarle en un altar que estará con ella en las buenas y en las malas. Por ahora, Dayanara ya se lo ha probado, con creces.
Desde el día en que se comprometieron, no se han visto dos semanas. Fue cuando dio a luz a su primera hija, Laura. La pequeña tiene tres años, el cabello rizado y los ojos sarcos como su padre.
Al principio, Carlos se negaba a empezar una relación formal. “¿Qué podía ofrecerle un preso?”, se preguntaba. Ella tenía 20 años y hasta ese momento desconocía que estaba sentenciado a 25 años.
Antes de que pudiera encontrar el momento oportuno para contárselo, ella ya se había enterado de su caso. “Vino llorando a preguntarme si era cierto”, recordó Carlos, quien le pidió que lo olvide, y busque un hombre libre que la haga feliz. “Así te den 50 años voy a estar contigo”, le contestó.
Las relaciones se consolidan con los años
Las historias de amor se abren paso entre el aislamiento y los prejuicios sobre los condenados. En uno de los pasillos del centro está Sergio V., de 60 años, que tiene un puesto de comida. Hace una década se enamoró de Vilma. “Fue un flechazo”, recuerda.
Ella tenía 23 años y él 40. La miró atravesar los pasillos con las paredes descascaradas.
Llevaba pocos meses privado de la libertad y lo habían sentenciado a 12 años por tráfico de precursores químicos. Tenía pocas esperanzas de conquistarla. Hoy tienen cuatro hijas, de entre 4 y 16 años.
Cada tarde llama a sus hijas para saber cómo les va en el colegio. El fin de semana ellas lo visitan y él prepara el almuerzo en su negocio. El dinero que gana es para su esposa.
Afuera, Margarita pasa el último control. En un cuarto de seguridad, una guía le requisa los bolsillos, palpa las piernas y levanta su largo cabello tinturado de rubio. Le colocan dos sellos en el antebrazo que son el último requisito para encontrarse con Julián, que la espera impaciente.
Son las 11:00. Él observa a los presos que caminan de la mano de sus parejas en el patio. Otros abrazan los vientres de sus mujeres con varios meses de gestación. También mira a los que están solos, los que dan vueltas con la mirada perdida, aquellos que perdieron sus parejas y hogares en el encierro.
Julián conoció a Margarita el día cuando llegó a Quito, en una peluquería junto al hostal donde se hospedó.
Luego fue encarcelado y pasó los siguientes 6 meses consumiendo cocaína. Se volvió un adicto. En ese período Margarita no tuvo noticias suyas, aunque era su única amiga en Ecuador. La llamó y ella acudió a su primera cita en prisión. Luego de pocos meses, él le declaró su amor, a la antigua, de rodillas… Como condición ella le pidió que dejara las drogas.. “Ya llevo cuatro años limpio”, asegura con orgullo.
Un promedio de 1 300 mujeres visitan a sus parejas cada semana en la Cárcel 3 de Quito. Las historias de amor sobreviven el paso del tiempo y el aislamiento. Carlos, Sergio y Julián cuentan cómo conquistaron a sus compañeras sentimentales. Eso les da esperanza.
487 Privados de libertad viven en la Cárcel 3 de Varones de Quito.
1 300 Cónyuges ingresan, en promedio, durante los tres días de visitas en la semana.
87% de los internos tiene una pareja estable afuera de la prisión.