‘Antes de ser detenido, mi esposo (coronel César Carrión) se acercaba todas las noches a la habitación de mis hijos, Denisse y Andrés y se despedía. Ellos tienen 13 y 11 años. Les daba la bendición, un beso en la frente y se iba a dormir. Hacía lo mismo antes de que se vayan a la escuela. Esos momentos no se repitieron luego de ese 27 de octubre del 2010, fecha en la que fue detenido. Sentía mucho dolor, porque una persona noble, que tiene 30 años como oficial, fuera relacionada con un problema en el que no tuvo que ver.
Lloraba todas las noches y lo hacía en silencio, para que mis hijos no me escucharan. Hasta retomé el hábito de fumar, luego de 13 años que lo había dejado y volví a consumir hasta una cajetilla al día. Lo hacía en la noche y cuando los niños no estaban en la casa.
Mi esposo se dio cuenta cuando lo visité en prisión, pero comprendió el momento en que vivíamos. Por eso, a Dios le hice la promesa que si salía en libertad y las cosas se solucionaban, iba a dejarlo para siempre y lo cumpliré.
Cuando nos casamos, en 1996, yo fumaba con frecuencia y él me ayudo a dejarlo. Me decía: “Le compro los tabacos, pero cada día debe consumir uno menos hasta que lo deje definitivamente”.
A César lo conocí cuando era teniente de Policía. Mi hermano William nos presentó porque éramos vecinos en el barrio San Isidro del Inca (norte de Quito), en 1992. Recuerdo que a los pocos días de ser amigos, él se insinuó y así poco a poco me conquistó.
Me regalaba peluches, chocolates y me escribió varios poemas, ya que es una persona muy romántica. Una vez incluso me llevó serenata cuando él estaba con la pierna fracturada. Fue muy bonito, porque al poco tiempo después me pidió matrimonio.
Al principio me hice la desentendida, pero una vez fui a la casa y me encontré con la sorpresa de que había pedido mi mano ante mis padres y hermanos. Ahí si no me pude negar y acepté.
A él le gusta mucho leer y escribir. De hecho, publicó un libro de poemas en el 2006 denominado ‘Resplandores’ y lo hizo en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Cotopaxi. Pero los que me dedicó no constan en el texto y yo los guardo en una caja de madera.
Me gusta lo que César siempre lee. Fue triste para mí no encontrar sobre el velador, junto a nuestra cama, los libros de historia que revisaba antes de dormir o los periódicos. Extrañaba su compañía, la compresión, la amistad que teníamos y lo que siempre me contaba lo que sucedía en su trabajo.
Cuando ocurrieron los hechos del 30 de septiembre, mis hijos y yo estábamos en la casa. Al principio no me preocupé, porque la revuelta sucedió en el patio del Regimiento Quito 1. Pero cuando el conflicto se trasladó al Hospital de la Policía y la situación cambió, no dejaba de pensar en él.
Conforme avanzó la tarde y llegó la noche, veíamos asustados por la televisión cómo los disparos impactaban sobre las paredes externas del hospital. Mis hijos gritaban y lloraban al escuchar las balas. Inmediatamente lo llamé por teléfono y al enterarnos de que estaba bien nos tranquilizamos. Luego lo recibimos en casa con un abrazo.
Llegó a las 00:00 del 1 de octubre. Su uniforme olía a gas lacrimógeno. Le dije que se cambiara, preparé café y me contó lo que había sucedido, durante dos horas.
Luego se despertó a las 06:00 y se fue al hospital a inspeccionar lo que había sucedido.
Otros momentos difíciles para nuestra familia fueron la última Navidad y Año Nuevo. Por primera vez en 15 años de matrimonio, vivimos esas fechas por separado.
Ni siquiera cuando tenía el pase en otras provincias fue así, porque él venía a Quito o nosotros viajábamos al sitio donde estaba.
Él acostumbra ser muy ‘regalón’ y siempre les entrega muchos obsequios a los niños, pero esta vez lo visitamos en la cárcel y compartimos esa fecha con las familias de otras personas. Fue difícil, porque me afectó en el estado de ánimo. Lo mismo pasó en Año Nuevo, cuando no lo vimos disfrazarse de ‘viejo’ como acostumbraba. Tampoco leyó el testamento que solía escribir para la familia.
El 31 de diciembre del 2010 lo visitamos por unas horas, nos dimos un abrazo y salimos de allí.
Tampoco pudo disfrutar el cumpleaños de nuestra hija, Denisse, el 30 de abril. Ni el suyo, un día después. En esos días me encontraba en huelga de hambre y recibimos varias muestras de solidaridad de la gente que se acercó a la carpa donde me encontraba. Recuerdo que hasta la noche le llegaron siete pasteles, regalos, peluches. Por eso, esta experiencia nos ayudó a ser más humanos, comprensibles y solidarios.
Cuando estaba en la Cárcel 4 la situación era manejable para nosotros de cierta forma. Pero cuando lo trasladaron al ex Penal García Moreno, fue horroroso.
Ahí tuve que fortalecerme y respirar profundamente para que no me viera mal cuando lo visitaba.
Pero al salir de ese lugar, lloraba en compañía de mis hermanos.
En la Cárcel 4 me sentía protegida y podía llevarles a mis hijos, pero en el otro sitio ya no lo hice.
Los dejaba con mis familiares para que se sientan tranquilos.
Los controles que hacían los guías del ex Penal me espantaban. Como hubo una denuncia de que alguien había ingresado drogas hace un mes exigieron a las visitas que nos quitemos la ropa interior para revisar que nadie lleve nada. Eso es humillante.
Además, tener el brazo lleno de sellos se ve feo y hasta la piel se me irritó. Pero eso no se compara con lo que vivían mis hijos. Ellos estaban acostumbrados a permanecer junto a su padre todo el tiempo. Extrañaban cuando él llegaba todos los días, a las 18:45 y preparaba canguil o papas fritas. Luego se acostaban a ver las películas de Indiana Jones y se reían.
Andrés jugaba fútbol con su padre en el Parque Metropolitano o en La Carolina los fines de semana. También nos íbamos a la piscina o a los centros comerciales. 15 días antes del 30-S, estuvimos cinco días en Tonsupa (Esmeraldas). Él tenía vacaciones por un mes, pero el 29 de septiembre recibió la orden de reincorporarse.
Una de las cosas que más me impresionan es la forma cómo maduró mi hija Denisse. Ahora es más responsable, más pensante.
Mandaba cartas, donde decía vamos papi, tú eres mi héroe”.