Un traje de policía arrugado, un par de fotos en un álbum y recortes de periódicos de los ochenta. Esos son los recuerdos que atesora Aída Chiguano, esposa del policía Luis Felipe Cali, asesinado por supuestos miembros de Alfaro Vive Carajo (AVC), el 17 de julio de 1985, tras un operativo.El uniformado, quien en ese tiempo tenía 32 años, fue encomendado por sus superiores a realizar tareas de observación y monitoreo de un grupo, supuestos insurgentes de AVC, en El Condado (norte de Quito).
“Mi esposo se fue a comprar cigarrillos. Al regresar se percató de que uno de sus compañeros, el sargento César Calvache, había sido herido con arma de fuego. Al tratar de ayudarlo recibió un impacto de bala que lo mató”, relata Chiguano, con voz entrecortada.
Ella recibió la noticia la madrugada del 18 de julio. Desde ese momento, la vida de la familia Cali-Chiguano cambió para siempre. Aída se convirtió en el sostén económico de sus tres hijos: Sara, Mayra y Luis, quienes eran niños y cursaban la escuela.
“La pensión de 4 280 sucres que recibía no me alcanzaba. Por eso me dediqué a vender aplanchados (dulces) en las calles”. Sara, de 10 años, cuidaba a sus hermanos menores.
La muerte de Cali consta en la réplica de 11 páginas presentada por la Comisión de Defensa Jurídico-Institucional de la Policía Nacional, frente al informe de la Comisión de la Verdad, que denunció presuntas torturas del Estado, entre 1984 y el 2008.
Para Sara Cali, el informe presentado por la Comisión de la Verdad es injusto. No hace referencia al sacrificio policial ni a las familias que perdieron a sus padres, hermanos e hijos, dice. “Si vamos a reclamar sobre derechos humanos, debemos ser justos. No se sientan ofendidos, cuando les hablo de un inocente”.
La Comisión de la Verdad fue creada por el actual Gobierno, en el 2007, para investigar e impedir la impunidad de los hechos violentos y violatorios de los derechos humanos, perpetrados por el Estado entre 1984 y el 2008.
El informe señala que, por ello, no toma en cuenta los abusos cometidos contra funcionarios del Estado (policías, militares, etc.) por grupos al margen de la Ley.
La noche del 15 de junio de 1989, Viviana Zea escuchó cuando oficiales de alto rango llegaron a su casa con la noticia: el asesinato de su padre, Eduardo Zea. “Yo estaba por cumplir nueve años. Fue un golpe”, relata la ahora mujer de 30 años y guarda silencio.
Antes del asesinato, su familia vivía en incertidumbre. El entonces capitán Zea estaba expuesto a operaciones de riesgo. “Recuerdo que llamaba a decir que ya venía y no lo hacía. Eso me atemorizaba. Cuando llegaba a casa me tranquilizaba”, dice Viviana.
El 15 de junio Zea fue asesinado en la calle Naula (en el norte de Quito). Él tenía la misión de vigilar los movimientos de la agrupación subversiva. Ese día, notó que un grupo de supuestos integrantes de AVC salía de la identificada como casa de seguridad. Al percatarse de eso, pidió refuerzos. Pero como vio que se iban, decidió actuar, les ordenó alto. Le dispararon por detrás con una ráfaga de metralleta. Así sucedieron los hechos, relata Viviana.
La hija del oficial es profesora universitaria de inglés. Lleva fotos y recortes de periódicos que abordan el caso. “El informe de la Comisión me causó tristeza e indignación, luego decidí aclarar las cosas. La sociedad por la que murió mi padre lo cuestiona ahora como si fuese una mala persona”.
La Comisión de la Verdad señala a Eduardo Zea como un presunto perpetrador, al haber participado supuestamente en actos de tortura a insurgentes. Ese argumento no es válido para Viviana. “Solo anhelo que se respete su memoria y que no se olvide su sacrificio: mi padre entregó la vida por la seguridad del país”.