La música de rancheras opaca el ruido de los motores fuera de borda de los botes que cruzan el caudal. Pese al luto, en los billares se bebe cerveza y se canta, los indicadores del impacto de la muerte de Ólidem Solarte en el poblado ecuatoriano, en la orilla del correntoso San Miguel, frontera con Colombia.
Allí, los campesinos identifican a Solarte, guerrillero y jefe financiero del Frente 48 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como su filántropo. Hace dos semanas fue la última vez que había llegado con regalos, desde Palo Azul.
El Gobierno de Bogotá señala a Solarte como el nexo entre el cartel mexicano de Sinaloa y los productores de cocaína en Putumayo, Colombia, al norte del fronterizo San Miguel. El Régimen de ese país celebró la muerte del insurgente el 15 de marzo, tras un bombardeo de sus FF.AA.
Pero su muerte, más allá de la demostración militar, no significa un golpe profundo en términos de combate al narcotráfico, con microcarteles que se reproducen. Para los campesinos de la frontera, que viven del cultivo de hoja de coca, la vida sigue.
Esa diseminación no deja fuera al Ecuador. El país limita con los principales productores de cocaína (Perú y Colombia en disputa por el primer lugar) y en ese mapa es apenas explicable que los carteles mexicanos, los dueños de las rutas de tráfico a EE.UU., desplacen a los capos caídos y, a punta de fusil, ganen terreno.