Este joven sufrió un secuestro exprés hace dos semanas y el pasado 31 de marzo contó detalles de lo que vive actualmente. Foto: Galo Paguay/ EL COMERCIO
Es martes. Acaba de llover y las luces de las casas empiezan a encenderse.
La puerta de metal se abre y un joven sale despacio. Apenas sus pies tocan la vereda voltea la mirada al lado derecho y luego al izquierdo. Después de asegurarse de que en la calle no hay nadie entra con otras personas y cierra la puerta.
Adentro está su mamá, la tía y la abuela. Todas escuchan cómo relata cada detalle de esa noche cuando cuatro armados lo llevaron en un taxi, lo golpearon y en un secuestro exprés le robaron una laptop y los USD 30 de su billetera. Sus tarjetas bancarias estaban bloqueadas y no pudieron usarlas.
Fueron dos horas de golpes, insultos y amenazas, pero dice que ahora las secuelas son igual de dramáticas. Antes de seguir pide que no se publiquen sus nombres y explica que desde el ataque no puede dormir y que cuando lo consigue se despierta asustado por lo menos tres veces en la madrugada.
Los moretones en su rostro ya no se notan. Pero su abuela llora al recordar cuando llegó con la cara y la camisa llenas de sangre. Las manos de la mujer tiemblan mientras le consuela la madre del chico. Ahora ella procura llegar temprano a casa para acompañarlo.
El miedo afecta a los dos y en él los recuerdos se vuelven crónicos. “Mil ideas se me vienen a la mente; pensar que ese día podía morir me atormenta. Me lleno de angustia e impotencia al recordar que no podía hacer nada, mientras esos hombres me lanzaban gas a los ojos y me insultaban”.
Esas secuelas también las tiene Saúl. Él y su esposa fueron atacados por desconocidos en un taxi. Sucedió en diciembre último. Ellos salían de un hotel a las 23:00, en el norte de Quito.
Vieron que en la calle había cinco taxis y se subieron a uno de los vehículos. Lo primero que a Saúl le llamó la atención fue que el conductor llevaba una gorra que tapaba parte de su cara. En medio de la carrera, el chofer frenó e ingresaron tres personas.
Luego de que les robaran dinero de sus cuentas bancarias a través de cajeros electrónicos, la pareja fue abandonada en un lugar desolado y sin iluminación, en el norte de la capital. Solo saben que era un sector lleno de fábricas.
Los agresores les pusieron una crema en los ojos para evitar que los identificaran. En la primera semana después de la agresión, para Saúl “todos los taxistas eran igual” al que lo engañó, golpeó y asaltó. Y todos los taxis se veía iguales.
Un mes después acudió a una fiesta y al finalizar llamaron a un taxi para que los llevara a su casa. En ese momento el recuerdo volvió e intentó golpear al conductor. A su esposa, en cambio, le provocó depresión y una crisis nerviosa. Los primeros cinco días solo lloraban y no salían de casa.
El pasado 1 de abril, cerca de las 12:00, Lucio Balarezo había terminado clases con sus alumnos y en su oficina de la U. Católica contó que en los 30 años que lleva como psicoterapeuta integrativo dice haber conocido casos de secuestro. “Cada persona reacciona de distinta forma ante un hecho violento”.
Pero los cuadros más frecuentes son estrés agudo que origina ansiedad, nerviosismo y depresión. Esta fase se da enseguida del ataque. En cambio, hay personas que luego de varias semanas desarrollan un estrés postraumático y se presentan dificultades para dormir, aislamiento, pesadillas, etc.
En un trabajo sobre secuestro, que en el 2013 dirigió la docente de la Universidad Central, Alicia Cevallos, se dice que la víctima, “después de recuperar la libertad presenta siempre con mayor o menor intensidad el temor a ser secuestrado nuevamente”.
Santiago se aisló de todo luego de que hace cinco meses sufriera secuestro exprés junto a su novia. Una noche de noviembre, luego de una fiesta, tomó un taxi. Una cuadra antes de llegar a su casa, el vehículo se estacionó y se subieron tres hombres armados. Le insultaban y le rociaron gas. Así pasó dos horas dentro del carro. Le pidieron las tarjetas, pero no tenía, pues acababa de llegar de EE.UU.
Desde entonces, tenía miedo y durante tres meses no salió en las noches. Eso le produjo depresión, pasaba triste y no podía dormir. Solo en la madrugada conciliaba el sueño, lo que le provocó dolores de cabeza.
Él no acudió al psicólogo, pero quienes sí lo hacen deben permanecer en tratamiento al menos dos meses. La OMS señala que estos actos violentos afectan “gravemente la salud física y mental” de las víctimas.
Julia tampoco visitó a un especialista pese a que le pidió su familia. Hace un mes sufrió secuestro exprés en el norte de Quito. Cuatro hombres que iban en dos carros la retuvieron. Solo después de que retiraron USD 200 del cajero, la abandonaron. Desde ese día, cada vez que se sube al ascensor o está rodeada de hombres tiembla. Ha dejado de ir a reuniones sociales. Solo sale a la universidad, pero no toma taxi.
Balarezo sugiere que las víctimas acudan a un profesional para que por medio de un tratamiento, que implica, por ejemplo, relajamiento muscular, superen los efectos. En casos de violencia extrema, el paciente puede necesitar fármacos y tratamiento psiquiátrico.
Por ahora, el joven que está junto a su madre, tía y abuela acude una vez por semana a la psicóloga. Hace 10 días se enteró que los agentes desarticularon una banda de secuestro le provocó malestar y recordó lo sucedido.