Tres periodistas de Grupo EL COMERCIO narran sus experiencias al circular en bicicleta por la ciudad. Coinciden en que no hay una cultura de respeto al ciclista.
Fernando Criollo
Periodista Diario EL COMERCIO
‘No es costumbre de los conductores respetar las leyes y señales de tránsito’
En la calle, dos ruedas negras de una Tacuri amarilla giran rompiendo el frío aire de una mañana quiteña. La av. Ajaví luce opaca con los casi indescifrables grafitis pintados en la fachada y en las piedras grises del bulevar, que en su diseño no fue incluida una ruta para ciclistas.
[[OBJECT]]
En la esquina de la Ajaví y Cardenal de la Torre, levanto mi mano izquierda, cubierta con un guante amarillo y rojo, para anunciar a los conductores que vienen detrás que voy a girar en la esquina. Esa sería la señal equivalente a las luces direccionales.
Esas mismas luces que muchos conductores no se acostumbran a encender cuando están a punto de doblar una esquina o antes de desviarse hacia una de las vías de salida en el redondel de El Calzado. En esos casos, los frenazos de otros conductores y ciclistas son obligados y peligrosos. En el redondel hay que mirar fijo a los conductores y tratar de adivinar qué rumbo van a tomar.
Aunque es una norma que los conductores que van a ingresar a un redondel se detengan frente a la señal de Ceda el Paso, el chofer de la moto, con placas HH274J, no lo hace, en la circunvalación de la Epiclachima y Jambelí. Con una diestra maniobra, se hace a un lado para no arrollarme.
Confiar en que otros conductores respeten las normas y señales de tránsito nunca ha sido una costumbre en Quito. En la esquina de la Gatazo y 5 de Junio, el motociclista se detiene frente a la luz roja del semáforo. Le pregunto si sabía que hay que parar antes de entrar a un redondel. “No alcancé a frenar, compañero”.
Por la av. 5 de Junio, la topografía es menos irregular. Llego a la primera cuesta seria de la ruta. “Muévase pues”, le oigo decir a una señora de la tercera edad que me apurara para que el bus que circula detrás de mí se detenga en una improvisada parada.
Mientras avanzo más lento en la cuesta, el corazón se acelera y los músculos de las piernas empiezan a doler. El oxígeno que entra por mis pulmones viene mezclado con dióxido de carbono y otros compuestos químicos que se escapan de los desafinados motores de buses y automóviles. El hollín se pega en el rostro y en la ropa.
La vía es estrecha. Unos choferes se abren y rebasan, otros pitan antes de hacerlo. Las alcantarillas sin tapa no permiten circular demasiado cerca del bordillo. La segunda cuesta es la Rocafuerte.
Delante del manubrio las fisuras, parches y huecos de la vía se cuentan por docenas. En el parque de La Alameda se ve los primeros letreros de la ciclovía.
Frente a los juzgados (6 de Diciembre y Yaguachi) hay motos parqueadas sobre la ciclovía. Busco un policía para hacerle notar la contravención, pero desisto cuando veo que una de las motos es conducida por uno de los mismos agentes de control. En El Ejido, Ángel Colcha, un empleado público, aprovecha un momento para probar las máquinas de ejercicio cardiovascular que estrenaron en este espacio verde.
En la av. Amazonas, la ciclovía es bastante visible y está señalizada, pero hay motociclistas que la utilizan para evitar la congestión.
Xavier Montero, periodista Revista Líderes
‘Circulo en mi bicicleta, evadiendo la agresividad de los choferes de los buses’
Desde hace seis meses opté por la bicicleta como un medio cotidiano de movilidad, entre el sur, el centro y el norte de Quito. Durante este tiempo, me resulta difícil atravesar la ciudad, debido a la falta de una vía exclusiva que conecte al sur con el centro. Desde allí hacia el norte, sí existe una ciclovía.
[[OBJECT]]
Durante las mañanas y las tardes, de lunes a viernes, y en los horarios de contraflujo vehicular (de 07:00 a 09:30 y de 16:00 a 19:30) circulo por la avenida 5 de Junio, evadiendo la agresividad de los choferes de los buses. Los miro de reojo, a la espera de que mi casco reflectivo les advierta de mi presencia y no me piten.
Hay algunos conductores que confunden esta insegura y oscura calle del flanco oeste del Panecillo con algún tramo de una pista automovilística.
En el sur trato de moverme por los 14,2 km de ciclovías que existen, según datos de la Secretaría de Movilidad del Distrito Metropolitano. La prioridad de las autoridades es crear ciclovías al otro lado de la ciudad (que cuenta con 49,1 km), marginando la palpable realidad de que la mayor fuerza laboral está domiciliada en el sur y labora en el norte.
Atravesar por el Centro Histórico, desde Solanda hasta La Floresta, que es mi ruta habitual, es conocer recónditos paisajes de casonas y balcones coloniales. No falta uno que otro conductor molesto de que un ‘biciurbano’ transite por la mitad del carril, de que no me haga a un lado para cederle el paso, aunque la estructura de mi bicicleta permite que mantenga un buen ritmo en las cuestas.
Cuando las torrenciales lluvias quiteñas me acompañan busco resguardarme, hasta ahora sin éxito, en las paradas de los corredores del Metrobús, la Ecovía o el Trolebús. Los supervisores de esos sistemas de transporte desconocen que mi bicicleta, a quien bauticé como ‘Doña Lucita’ por una tradición de ciclistas, se desarma en cuestión de minutos y ocupa poco espacio dentro de una unidad. Eso, al igual que muchas otras bicis.
Al parecer, los supervisores desconocen que el literal T del art. 141 de la Ley de Transporte Terrestre señala como contravención leve de tercera clase, con una multa de USD 43,8 y reducción de 4,5 puntos en su licencia, a los conductores de transporte público masivo que se negaren a transportar a los ciclistas con sus bicicletas. Eso, siempre que el vehículo se encuentre adecuado para transportar bicicletas.
Otro de los obstáculos a superar es contar con un espacio seguro para resguardar mi transporte, el concepto de parqueaderos públicos para bicicletas se avizora lejano. En el 2011 se importaron USD 15 millones en bicicletas, que equivaldría a unas 50 000 unidades que llegaron al país en ese período, según datos del Banco Central.
César Augusto Sosa
Editor de Negocios Diario EL COMERCIO
‘Las alcantarillas sin tapa son una trampa, pero un derrumbe en la ciclovía es fatal’
Primero de Mayo, las calles de La Mariscal están semivacías. A las 08:00 respiro aire fresco. Hay pocos autos, peatones y vendedores ambulantes. Los comercios están cerrados.
El Día del Trabajo comienzo con un paseo de 10 kilómetros con destino a San Bartolo, aunque acabo a los 10 minutos, en el parque La Alameda, donde termina la ciclovía y tengo que compartir la calle con autos particulares, camiones, motos, buses, trolebuses, buses tipo y otros vehículos .
Ingreso al Centro Histórico y prefiero mantenerme pegado a la vereda izquierda. Los conductores parecen apurados y no quieren compartir el único carril que existe para particulares.
[[OBJECT]]Entre la Plaza del Teatro y Santo Domingo hay unas cuatro siluetas de bicicletas en el asfalto con la palabra “Preferencial”. Un taxi y un camión repartidor de gas están estacionados en el carril del trole, en Santo Domingo. El conductor del trolebús no duda en virar hacia el carril preferencial, obligándome a un frenazo.
Frente a un letrero que dice “vía exclusiva del Trole”, hay que buscar otra ruta para continuar el camino. Un par de cuestas no son problema, pero sí el humo que sale de los buses y autos, que van muy lentos y pegados a la vereda.
Al llegar a la av. 5 de Junio es imposible mantenerme a la derecha. Una alcantarilla sin tapa obliga a un viraje rápido, esperando que no venga algún apurado.
Luego, la carrera de obstáculos. Los buses recogen pasajeros a paso de tortuga por la av Rodrigo de Chávez. Los taxis se estacionan donde quieren y las camionetas se paran en media vía para dejar mercadería en las tiendas.
Una nueva alcantarilla sin tapa me obliga a un salto, al llegar al redondel de la Villa Flora, donde los buses tipo han pactado una competencia con otros buses.
Uno de ellos pasa por mi izquierda y frena 10 metros más adelante, en medio de la avenida Pedro Vicente Maldonado. Al avanzar lentamente por el lado derecho, una chica se baja apresurada y sin ver a los lados. Un segundo frenazo evitó que la chica termine sobre la llanta delantera.
Pasando el Centro Comercial El Recreo veo una pequeña cuesta, con dos carriles que resultaron estrechos para la competencia de buses tipo. Pegado a la vereda soy un obstáculo y el controlador del bus que perdía la carrera me hace un llamado enérgico: ¡Súbete a la vereda hijue…!
Al llegar al destino, luego de 40 minutos de pedaleo, dos últimas alcantarillas sin tapa, me forzan a un tercer frenazo y un salto.
Después de una jornada de trabajo de nueve horas, el regreso a casa resulta más divertido. La lluvia de la tarde había cubierto los baches de las calles y las alcantarillas sin tapa. Fue inevitable caer en dos. Varios vehículos que rebasaban a gran velocidad se encargaban de refrescar con agua lluvia a todo el que esté a su lado.
Bajando por el Parque Lineal, una sombra exige un último frenazo para no caer al río Machángara. Unos 3 metros de la mesa de la vía para ciclistas han desaparecido y no hay ninguna señal que advierta el peligro. ¡Me salvé!