Si en España los Bienvenida u Ordóñez son sinónimo de leyenda, en México están los Silveti, que se han convertido en casi un mito del planeta del toro.
Nada menos que cuatro generaciones de esta dinastía han bordado el toreo desde el siglo pasado. Y es el novillero Diego Silveti su último representante, quien en su actuación de ayer en Quito dejó su apellido en el sitial de privilegio que ha ocupado desde siempre.
Detrás de su magnífica presentación ayer en el coso de Iñaquito está una historia de la tauromaquia difícil de resumir.
La dinastía comenzó con su bisabuelo, que llevó el nombre de Juan, aunque en el mundo taurino fue conocido como el ‘Tigre de Guanajuato’. Nació en marzo de 1893 y su vida parece sacada de un libreto cinematográfico. Su valentía y temeridad parecían no tener límites en el ruedo. De ahí que también se le conociera con otros motes como ‘Juan sin miedo’. Pero su biografía resulta atractiva. Entre otras razones porque fuera del ruedo siempre vestía de charro y por su participación en la Revolución Mexicana.
“Mi mayor preocupación fue poder con los toros (…) los toros buenos los torea bonito cualquiera; el chiste es saber lidiar a todos”, dijo alguna vez en una entrevista reproducida por el portal Esto.
La afición quiteña de los albores del siglo XX lo vio actuar en la ya desaparecida Plaza Arenas y en la resucitada Belmonte en los años 20. Incluso, el primero de los Silveti llegó a vivir algunos meses en Quito, sin apartarse ni un milímetro de su estilo de vida, recuerda la periodista taurina Carmen Toledo. Por las calles capitalinas caminaba con su traje de charro y con una pistola en el cinto.
En la genealogía taurina le siguió su hijo Juan Silveti Reynoso (1929), apodado ‘El Tigrillo’. Formado bajo los cánones clásicos, es uno de los pilares de esta dinastía. Su arte embrujó a la docta afición de Madrid. Sus estadísticas lo avalan: siete orejas en sus 10 presentaciones en Las Ventas.
“Su toreo fue de mucha clase tanto con capote y muleta, además magistral en la suerte suprema, superando a su papá, que era temerario pero sin arte”, reseña el cronista mexicano Tomás Kemp.
‘El Tigrillo’ también paseó su torería en Quito, en 1960, en la recién inaugurada Monumental.
Sus hijos David (1955-2003) y Alejandro (1956) son la tercera generación de la dinastía. De ellos, el primero marcó época. Su postura estática fue su impronta. Recordadas son sus verónicas a pies juntos que hacían rugir a la Monumental México, relata el diestro ecuatoriano Guillermo Albán.
Sus triunfos y excelsa forma de torear hizo que lo apodaran el ‘Rey David’. Quito también lo vio actuar a inicios de los 90 y a su hermano Alejandro, en la Corrida de la Prensa de 1996.
Su trayectoria de éxitos estuvo ligada a cornadas y lesiones. La primera de importancia fue en 1979, en la Monumental de México, al confirmar su alternativa.
Esos percances fueron los que prepararon el camino a un final trágico. Al tener dificultad para moverse, los médicos le prohibieron torear. Tal medida hizo que su vida perdiera sentido y lo condujo a una decisión falta: se suicidó de un balazo en la cabeza, en la finca de su padre. Había muerto el ‘Rey’, pero no la dinastía. El mito sigue vivo con Diego Silveti. Ayer lo demostró en Quito.