Es martes y una mujer delgada, morena y pequeña llegó al local de Rocío Carrión. Usaba gafas oscuras y tenía prótesis de oro en la dentadura. Una fina cicatriz le cruzaba por toda la mejilla izquierda, desde el oído hasta la boca. Fue a que le retocasen la piel. En las vitrinas del pequeño local no se muestran cremas ni jabones ni tratamientos para la piel. Solo hay santos. Decenas de pequeñas efigies, que representan a San Pedro, Santa Narcisa de Jesús, San Miguel Arcángel, la Virgen de Legarda y al Divino Niño. Desde hace 17 años, Rocío Carrión y su esposo Gonzalo Gallardo atienden en el local de las calles Imbabura y Bolívar. Además de restaurar santos también retocan a las personas. Para restaurar la dermis magullada de la gente usan los mismos aceites y pigmentos que emplean para devolver el fulgor y la armonía a los santos de yeso, madera y fibra de vidrio. La pareja de artesanos reintegra manos de los santos desprendidas por el tiempo, retoca túnicas mordisqueadas por las polillas, restituye la forma de cabelleras resquebrajadas’Con los mismos instrumentos, los artesanos desaparecen las cicatrices de los rostros de las personas, que llegan hasta el local preocupadas por su aparencia física.“Puede parecer increíble, pero la gente realmente se cura. Esto es un secreto profesional. Hay otros retocadores que les ponen tiñer, pero eso solo quema la piel y la vuelve negra”, dice Gallardo.El mismo pincel que usó para fijar el color de un Divino Niño, el martes se desliza sobre el rostro de la joven mujer de gafas negras. La paciente tuvo una riña el fin de semana y le lastimaron con el filo de una hoja de afeitar. Es la última pelea que ha tenido que enfrentar en su vida. Antes ya se ha hecho retocar cuatro veces.Al taller de la Imbabura y Bolívar llega un promedio de cuatro personas al día. Las sesiones de restauración humana son breves. Primero se cubre la herida con una primera capa de color carne. Luego, los artesanos observan el contraste entre ese primer recubrimiento y el color de la piel. Entonces, mezclan colores hasta dar con la tonalidad más parecida. En total, la intervención dura entre dos y cinco minutos, según la complejidad del caso. Los retocadores recomiendan protegerse del sol y no tocarse. En unos ocho días, más o menos, se habrá formado una costra que no tardará en caer. Cuando eso ocurre, hay que volver para una segunda sesión.La mayoría de usuarios son clientes antiguos que ya han comprobado la efectividad del tratamiento. Nancy Tarco, una comerciante de 30 años, fue víctima de un penoso y confuso percance, cuyos detalles prefiere no contar. Tenía una cicatriz en forma de s, en la mejilla derecha. Para ella, el proceso de regeneración de la piel tiene una relación directa con la fe. “La pintura de los santitos es bien curativa. Hay una energía buena que ayuda a curar las heridas”. El retocador Edwin Muñoz tiene 47 años, de los cuales 30 se ha dedicado a ese oficio. Recibe a los pacientes desde las 08:00. “Los lunes, las personas vienen ya vestidas para ir al trabajo. Hay muchas personas que se pasaron de copas el fin de semana. También vienen mujeres elegantes, en carros lujosos. La Imbabura tiene una tradición de años”. La versión más difundida ubica los orígenes de esa tradición a principios de los años cincuenta del siglo pasado. La mayoría de los retocadores aprendió la técnica de algún antepasado. Los artesanos más viejos aseguran que fue un italiano de apellido Nardo, quien vivía en La Ronda, el que propagó ese conocimiento. Uno de esos primeros retocadores fue José Carrión, padre de doña Rocío. La leyenda familiar dice que hace 50 años él fue el primero en aplicar el retoque en humanos. Todo surgió a partir de una afortunada improvisación. Fue un día, recuerda Rocío, cuando llegó a su taller de la calle Imbabura una mujer francesa, de rasgos finos y delicada tez. Fue asaltada en la 24 de Mayo y tenía una herida en la cara.El ávido artesano se apresuró a preparar una fórmula con sus pigmentos y un aceite especial, trabajado con esencias naturales. Luego maquilló a la mujer con cuidado. Semanas más tarde la francesa regresó al taller y ya no tenía la herida en su rostro. Ahora, en la Imbabura, entre Bolívar y Rocafuerte, hay cinco locales que ofrecen este servicio.