El excesivo maquillaje que cubría el rostro de Katty Daniela (es transgénero), no logró ocultar la barba que empezaba a crecer en su mentón, ni las arrugas en sus ojos.
A las 10:30 de ayer, se encontraba sentada sobre un desgastado sillón rojo, en una peluquería del Centro Comercial Gran Pasaje, frente a la Plaza del Teatro.
Vestía una blusa escotada roja, pantalón negro y zapatos de taco. Desde los 22 años trabaja en peluquerías. “Esta profesión me permitió tener un desarrollo laboral y llegó como la única salida en mi vida”. Por más de una vez, por su apariencia le negaron trabajo en otros lugares.
Luego de trabajar 16 años como estilista, considera que ahora es más fácil hacerlo. Recordó que antes sufría de persecución. “Una vez los policías nos sacaron de los locales a patadas”. Sin embargo, ella luchó por sus derechos y logró quedarse ahí.
Una historia similar a la de Katty Daniela es la que vivió Ámbar. Sus hábiles manos cortaban con precisión el largo cabello de Laura Paz. El sonido de las tijeras se escuchaba constantemente, ayer a las 10:00, en la peluquería Eugenie, ubicada en la calle Michelena, en el sur de la ciudad.
Ámbar también es transgénero. Tiene 38 años y desde los 16 es estilista. Ayer lucía una blusa amarilla, que combinaba con su rubio cabello, jeans y botas.
Estudió Administración, pero no pudo ejercer su profesión. Recordó que por su aspecto sufrió el rechazo laboral. “Aprendí el oficio por necesidad”. Cuando tenía 14 años se fue de su casa, pues su familia no la aceptó.
Ahora, más relajada, considera que la primera lucha que tuvo es consigo misma.
Luego del rechazo de su familia, decidió viajar a Tulcán. En esa ciudad, una de sus primas tenía una peluquería y allí aprendió a cortar el cabello . “Me sentía encerrada en un envase que no era el mío, por eso salí de mi casa, estudié, me operé y opté por ser libre, ser yo misma”.
Entre sus clientes tiene a ex novios, amigos y amigas. Mientras le cortaba el cabello a Paz, le preguntaba de sus planes para el día, de su pareja y bromeaba.
“Cada vez que peleo con mi novio vengo a conversar con Ámbar. Ella me aconseja”, asegura Paz, sentada frente a un gran espejo.
Carlos Montaño es más joven que Katty Daniela y que Ámbar. Tiene 26 años y desde hace cuatro es dueño de dos peluquerías ubicadas en la calle Bolivia, a la altura de la América.
En el sitio, la música alegre se escucha a todo volumen, las paredes son de colores llamativos y están cubiertas con espejos. Ahí trabajan 19 personas, que pertenecen a la comunidad GLBT.
“La mayoría de aquí son chicos que necesitaban trabajar y aprendieron esta divertida profesión”, comenta Montaño.
Uno de ellos es Andrés Larco. Tiene 23 años y desde los 21 incursionó en el estilismo. “Ser estilista es ser un artista que hace ver bien a la gente”.
Él hace maquillajes, peinados y tinturados. Le gusta vestir a la moda, usaba jean, pulseras, camisa negra, buzo blanco, tenía el cabello pintado de rubio.
Dijo que cuando su familia se enteró de su opción laboral, su hermano fue el primero en oponerse. Con el paso del tiempo le aceptó y ahora solo se deja cortar el cabello por él. También es el estilista oficial de toda su familia.
A las 12:00, con un cepillo y una secadora, peinaba a Evelin Suárez, una de sus mejores clientas.
Lo que a ella le agrada es el profesionalismo y calidad humana de Larco. Él trabaja hasta las 16:00, debido a que por las tardes estudia una carrera universitaria, de la cual prefirió no hablar.
Katty, Ámbar, Carlos y Andrés consideran que más allá de ser una profesión ha sido un estilo de vida que les ha permitido sobrevivir en una sociedad intolerante como la quiteña.