Mi cancha de trabajo, al igual que la de fútbol, se convierte en un patatal recién regado, donde 22 hombrecitos en calzoncillos, escrutados por un público similar a los asambleístas vociferantes, corren con gestos obscenos en pos de una pelota (nuestro país).
Eso, para introducirla entre tres palos, mientras se tiran patadas y se insultan airadamente acordándose de sus madres respectivas, bajo la atenta mirada de un tipo de riguroso luto, convertido en juez supremo.
Él, también en calzoncillos o con camisas bordadas, de vez en vez, toca un silbato para poner banda sonora a un toma y daca surrealista.
El juego termina mientras hago los últimos trazos de una viñeta esperpéntica.