El madrilón, inolvidable

No sé quién me habló por primera vez de El Madrilón. Un café en las calles Chile y Venezuela. Lo que más fascinaba era que apenas se atravesaba su amplia puerta, una nube cargada con el aroma de café, nos daba la bienvenida.

Sus mesas y sillas, así como sus paredes y las cortinas que protegían de cualquier indiscreción, eran parte de algo que tenía que ver con la ciudad y sus diversos estados de ánimo. Quienes lo frecuentaban pertenecían a esa ciudad que estaba huyendo, y que en ese recinto, por obra de la magia, se detenía.

Se trataba de antiguos líderes de la politiquería viviendo su decadencia implacable; de mujeres que llegaban a fumarse, talvez, el primero o el último de sus cigarrillos antes de entrar a uno de los hoteles cercanos a pecar por primera vez o a reiniciar su ritual de olvido. Asistían aquellos héroes, los más legítimos por invisibles, que contaban de hazañas que ninguna historia registrará.

El Madrilón era un pedazo de lo que la ciudad había fotografiado en su memoria: todo podía suceder ahí, pero asimismo todo podía ser inventado en ese templo donde se ofrecían los bocadillos más deliciosos.

Un buen día aparecieron unos señores que desde el Gobierno (neoliberal), con toda la arrogancia e irrespeto, mandaron a desmantelar El Madrilón con alguna advertencia de terror. Sé que luego lo ubicaron en un pasaje del centro. Volver a él fue como entrar a la casa desolada de la infancia. Sólo el absurdo y la estulticia del poder le arrebató a la ciudad un lugar del que hablar hoy, de pronto, muchos creerán que es un ejercicio de ficción.

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