Nunca dejo de volver a Quito

A veces me pregunto si viviría en otra ciudad. Siempre opto por decirme a mí mismo que no, que le soy leal a Quito y que prefiero la idea de repetir lo que ya he hecho: irme un tiempo y volver, vivir en otras ciudades del mundo y olvidarme por completo de esta.

Pero como la contradicción y la ambiguedad son tan mías, y tan teatrales, a veces tengo la sensación de que es un establecimiento de mí mismo, que solo tengo miedo de irme y por eso pongo a Quito como pretexto para volver, porque en realidad Madrid es más bella, Marrakesh más subyugante, Buenos Aires más intensa, y más grande, y la gente allá sí va al teatro y sus políticas de cultura son coherentes –al menos son-, y en Stuttgart hay un Metro que jamás se atrasa y no un Trole que dice: “Ya está llegando”. En Bogotá sí leen y ser artista vale, al menos, lo mismo que ser futbolista y otras cosas que digo para demostrar que he heredado el mejor talento del quiteño: sé quejarme.

Luego me doy cuenta que al irme soy feliz, que amo partir, pero inevitablemente cuando es hora de decidir no volver, de establecerse en otras partes del mundo, las razones que me impulsan a no quedarme siempre tienen que ver con Quito.

Y no son sus barrios y sus callecitas, no son sus balcones, ni el enorme mercado que es el sur, ni la sensual indolencia del norte, ni el centro histórico, ni la “zona”, ni los malls, ni la Floresta con sus arriendos impagables, ni la farra en la plaza de toros (esa menos que ninguna), ni por la Occidental a 180 por hora un sábado de noche, con las venas a punto de explotar, ni porque no haya tantos parques como para que mi hija pueda correr.

Vuelvo porque sé que el Pichincha está ahí amenazando todo lo que amo, por la neblina. Vuelvo porque no he conocido ciudad más solidaria, ninguna que dé cabida a tanta gente diferente sin esperar de ella que desaparezca en un orden inamovible, incluso enloquecedor. Vuelvo por ese anonimato a medias que te permite estar suficientemente solo para desaparecer, pero nunca lo suficiente para morir: siempre habrá un perro para ladrarte.

Vuelvo porque es un espacio interminable de sentidos diversos, porque en sus calles se permite todo, porque muy al contrario de aquel prejuicio franciscano que nos marca, Quito es un centro de tolerancia, esta ciudad está por hacerse y todo lo que se produce es una posibilidad que pide ser certeza.

Suplementos digitales