La velocidad de los tiempos modernos nos está haciendo olvidar que la vida humana en el planeta tiende a una movilidad horizontal permanente, concepto ampuloso, éste, para designar a los desplazamientos del ser humano, que antes debía hacerlos por tierra o agua, para cumplir actividades dentro del convivir en sociedad.
Algo tan obvio ha sido reemplazado por el tráfico aéreo comercial, que ha multiplicado la velocidad por el tiempo, permitiendo al hombre de la globalización estar frente a diferentes paisajes y gentes, casi en el mismo día; percibiendo lo que hoy llamamos ‘etnopaisajes’, fecundizando una aculturación mutua y una asimilación cultural de ida y vuelta. Inmigrantes, turistas y ejecutivos, se las saben completas.
También se utilizan las carreteras, más con fines pecuniarios o de ahorro, y conforme avanza la modernización el territorio se teje de autopistas donde corren bólidos, también en busca del tiempo perdido.
Esta relatividad de la vida no era tal, hace apenas un siglo, y en la ciudad de Quito, no eran menores las actividades frente a las de hoy. Pero antes los caminos eran sagrados; al pasar por las alturas el caminante andino debía saludar y pedir permiso al sendero o la vereda, y al cerro que lo cuidaba, para cruzar sin peligro, sin el enojo de sus espíritus, que acaso podía “mandar castigando” con lluvia feroz, rayos o tormentas.
En la cultura andina, prehispánica y colonial, había que propiciar anticipadamente a las ánimas del camino y, arribando a un hito llamado ‘apachita’, formado por un montón de piedras pequeñas dejadas por otros caminantes, botar una piedrecilla en el montón, al borde de la ruta. Aquella representaba el alma para llegar al destino.
La unión de dos ríos era también sagrada y se llamaba ‘tincu’, que en quichua secular significa unión de dos corrientes, los puentes entonces no debían construirse cerca del ‘tincu’.
Y hablando de ellos, muchos puentes uniendo insondables abismos eran llamados ‘huascachaca’, puente hecho de cuerdas, como aquel sobre el río Patate, otro en el Jubones y aún sobre el Machángara lejano, más allá del molino El Censo.
Los caminos prehistóricos de Quito fueron por lo menos cuatro, pero los incas reutilizaron la ruta con visión estatal, llamando “tahuantin” al principio andino, que significaba cuatro caminos del Tahuantinsuyo.
Al construir el modelo científico sobre Quito de los incas, se observa aún en los croquis de Jorge Juan y A. de Ulloa (1748), la presencia de cuatro entradas, una por la antigua calle del Mesón, que venía de Collasuyu o Cuzco, otra que proseguía a Chinchasuyo (NO), fraccionada en Añaquito en dos, una que iba hacia Atacames, y otra a Cartagena.
El más espectacular era el camino que siguieron los conquistadores hacia la Región Amazónica o Antisuyo, por el Pueblo de las Guabas (Cumbayá), y arribar a la selva; luego usado por misioneros y soldados, pasando por Papallacta.
Otro camino venía desde el nororiente, Oyacachi, El Quinche, Guápulo, alineado con la hoy calle Guayaquil y cruzando la plaza mayor formaba la ruta a Contisuyo, la salida a la Costa, hallazgo que hemos contribuido para la geografía sagrada de Quito. Estas cuatro rutas son milenarias y deben constituirse en Patrimonio de la Humanidad.