La literatura presenta muchas ciudades como laberintos, pero ninguna tanto y mejor que Quito. Hace unos años, con el apoyo del FONSAL y la Universidad Alfredo Pérez Guerrero, publiqué un estudio sobre la imagen de Quito como laberinto en la narrativa ecuatoriana.
Entre los ejemplos de tal fenómeno literario que cito en mi ensayo se destacan obras de autores como Pablo Palacio, Jorge Icaza y Francisco Proaño, entre muchos más. También en mi libro trato de explicar las razones por la frecuencia y la eficacia de estos retratos literarios. Mi interés en el asunto se remonta a los años noventa cuando en las varias ocasiones en que viví en Quito, como profesor, empecé a hacer largas caminatas por diferentes partes de la ciudad, descubriendo sus vericuetos escondidos que simultáneamente aparecían repetidas veces en mis lecturas de novelas ecuatorianas urbanas. Como resultado me dedicaba cada vez más a leer textos historiográficos y geográficos sobre la ciudad que resaltaban mi obcecación con ella. Concluyo que lo que hace de Quito un laberinto es también lo que la hace una de las ciudades más únicas y fascinantes del mundo. Hay que recordar que la razón fundamental de fundar un centro urbano, precisamente en la parte del Reino de Quito preincaíco en la falda de Pichincha, es porque es un sitio donde es fácil perderse y así defenderse. Lo que Carrera Andrade define como su “delirio orográfico” es su razón de ser estratégico.
Con su refundación española se agregan otros elementos clave que la resaltan como laberinto: sus muros y viviendas con interiores para ver sin ser vistos. La época colonial añade el barroquismo y todo lo laberíntico que lo acompaña. La gente hasta hoy está encerrada en ‘el convento de los Andes’ que determina su estado de ánimo, también laberinto, según la literatura nacional.