Hace cinco años, Ángel Palma llegó a Quito desde Picoazá, una parroquia ubicada a 15 minutos de Portoviejo. Allí, la pobreza obliga a los niños a dejar la escuela y a enrolarse en el trabajo. Palma vino a la capital para trabajar de vendedor ambulante. En las esquinas ofrece, según la temporada, juegos de mesa, relojes, valeros, afiches de fútbol y todo lo que se pueda ver desde un vehículo en movimiento. El trajín en las calles de Quito le labró en el rostro una expresión dura y solemne. La misma expresión con la cual se para todos los días a mostrar su mercadería en la av. Eloy Alfaro y De los Granados. También lo hace en la entrada al peaje de la autopista Rumiñahui, en la avenida Teniente Hugo Ortiz y en Solanda.Unos 30 nativos de Picoazá y contemporáneos suyos se dedican a la misma actividad y se ubican en los mismos lugares. Se conocieron en la infancia, mientras pateaban pelota y soñaban con ser futbolistas famosos o cantantes de música tropical. En el día caminan por la ciudad con su mercadería y en las noches se reencuentran. Es el momento para compartir el sueño de volver a su tierra caliente. Edwin Laz tiene 24 años y es uno de los vendedores con más experiencia. Comparte la habitación con otros 20 coterráneos suyos, en una casa rentera del barrio de San Diego. Por las noches, cuando se recuesta en el catre que funge de cama, recuerda las calles polvorientas de La Esquina-La Y, el sector donde nació. Allí conoció a la mayoría de sus ahora compañeros de trabajo. Reconoce que a menudo piensa en las chicas de su tierra natal. “Tienen ojos negros como de pantera. Son atractivas”. Los jóvenes vendedores de Picoazá hacen casi todas sus cosas juntos, en grupo. Con una avidez parecida al fanatismo esperan que llegue el 28 de junio. En ese día se celebran las fiestas de la parroquia. Un día antes harán un pare a sus actividades laborales y se subirán al primer bus interprovincial que salga para Manabí. John Toala, de 19 años, cuenta que son cuatro días ininterrumpidos con orquestas nacionales y extranjeras. “Vienen Don Medardo, Los diamantes, Las Chicas Dulces… todo el mundo está alegre esos días. Más claro, Picoazá es el centro del mundo”, dice sin disimular el orgullo que siente por la parroquia donde nació.La mayoría ahorra todo el mes para poder sostener económicamente el ritmo desenfrenado de la fiesta. En promedio, cada joven logra ahorrar entre USD 150 y 200 mensuales. En los meses que no hay festejo, con ese dinero pueden financiar un mes de vida modesta en Picoazá. Cuando ya se acaban los ahorros regresan a las calles de Quito. Deben tener un capital de entre USD 100 y USD 150 para comprar la mercadería. Generalmente, se abastecen en la Bahía de Guayaquil o en los locales mayoristas del sur de Quito. Tres compañías viajan a diario entre Quito y Portoviejo. Entre la Reina del Camino, Carlos Alberto Aray y Coactur, Ángel Palma prefiere la última. “Las unidades van más rápido y salen más seguido. No se siente el viaje. Ni te das cuenta y ya estás de nuevo acá arriba, en el frío”. Para los chicos de Picoazá, Quito es una especie de tierra de la abundancia. Un espejismo que les ayuda a mantenerse, pero en el cual ninguno quiere quedarse. Aquí están solo un mes o dos máximo, luego regresan a Picoazá por tres o cuatro semanas.Palma está convencido de que si en su parroquia natal hubiera oportunidades de empleo no viajaría. Se quedaría para compartir con su familia. Pablo Mite tuvo que celebrar el cumpleaños número uno de su hija, Vielka Dubraska, ofreciendo afiches de Barcelona y de Liga Deportiva Universitaria en el peaje de la autopista Rumiñahui. Los ofreció esperando que llegara pronto la noche para llamarla.Ahora espera reunir dinero para celebrar, aunque atrasado, el aniversario de la niña. Ya sabe lo que le va a comprar y a dónde le llevará a comer. Así, los jóvenes de Picoazá esperan que pasen los días.