Los organismos le han otorgado a Quito una singular prerrogativa internacional, la de ser Capital de la Cultura, una especie de privilegio rotativo, que le permite exhibir sus mejores logros en el campo de la civilización moderna.
Y no solo ello, sino influir en otros países para estrechar los vínculos de solidaridad y corregir en conjunto las falencias que conlleva el hiperdesarrollo citadino. Cuando ha habido una planificación a largo plazo, y no se ha permitido que la política imprima sus intereses mezquinos en el ordenamiento de las instituciones municipales, en algunas ciudades de América Latina quedan reducidos a un punto menor la inseguridad de la vida ciudadana, los problemas cerrados que contrae el tránsito, dado inevitablemente a las altas tasas de crecimiento demográfico, agravado por una estructura caduca de vías frente al crecimiento automotor.
Se libran Santiago de Chile, Medellín y Curitiba. Es un hecho universal que desde los poblados dispersos la gente pasó a vivir en grandes ciudades, aun desde el cuarto milenio a. C. Las nuevas condiciones exigían que hombres y mujeres cooperaran en un estrecho contacto “cara a cara”, de donde proliferaran nuevas ideas y se desarrollaran las herramientas básicas para la vida en común: la escritura, las leyes, la burocracia, las ocupaciones especializadas, la educación, los pesos y las medidas.
La ciudad de Quito no escapa a la definición clásica de civilización; para que esta exista, deben darse tres de las siguientes características: escritura, leyes, burocracia, ocupaciones especializadas, educación y un sistema de pesos y medidas.
Hoy las economías urbanas han evolucionado tanto que se fundamentan en sociedades “basadas en el conocimiento”, en medio de una revolución de las tecnologías de la información e informática, y del inesperado papel de las redes sociales en el intercambio de conocimientos e información. Podemos ubicar a Quito en la creación de cultura y civilización.
No debemos contentarnos solamente en destacar el clisé de sus períodos arqueológicos, y su desembarazo de la tradición colonial, su entrada a la vida independiente, y las peripecias del período republicano.
Para ubicarla en un Año de la Cultura, debe presentarse a la ciudad como creadora de su “propia modernidad”. Y aquí vienen las glorias y también los problemas. La cultura estuvo 400 años en mano de la Iglesia y de fecundos escritores, pero no hubo un periódico sino hasta finales del siglo XVIII, cuando Espejo prendió una luz de ciudadanía y libertad.
Con ciertas excepciones, estamos lejos de volver a crear una propia arquitectura y un arte, y una escritura que fuese producto de la convivencia entre el pensamiento del artista o el escritor, y los anhelos y angustias de una sociedad diversa que se tuerce en la pobreza, en la angustia del desempleo, en la limitación de la libertad y la democracia, en la poca comprensión de la diversidad cultural y linguística.