Juan Fernando Velasco. Cantautor
El Quito de mi infancia olía a eucalipto. No recuerdo si había o no tráfico. Eso para mí era irrelevante. De cualquier manera, cada vez que salíamos era un paseo y si el mismo se alargaba, no era más que la oportunidad de dormirme en el compartimiento de maletas del VW escarabajo de mi abuela.
La calle principal era la Amazonas y el lugar más bonito, el Churo de La Alameda. Había solo un centro comercial y era inmenso. Al menos, eso nos parecía a todos los que nunca habíamos visto tantas tiendas juntas.
Los buses eran pequeños y los choferes nunca hacían carreras, seguramente porque los carros eran lentísimos… En el redondel de El Labrador (que queda por donde yo vivía), se veía efectivamente a un labrador arreando un par de bueyes de dimensiones desproporcionadas.
Había pocos semáforos. En su lugar, policías subidos en cubículos con el lema “Sr. conductor, no abuse del pito”, dirigían el tráfico con virtuosos movimientos.
En el parque de El Ejido aprendí a montar ‘bici’ en una Chopper alquilada. No solo me concentraba en mantener el equilibrio, sino también en identificar las parejas que se besaban debajo de los árboles.
Como mi otra abuela vivía en el centro, también recuerdo los higos confitados, las bebas, los aplanchados y las quesadillas de la tienda. Con ella no íbamos al centro comercial sino a la Ipiales. No podía entender por qué los zapatos de fútbol costaban mucho menos. A mí me parecían tan buenos como los más caros, hasta más lindos: estos decían addidas con doble ‘d’.