Mucho se puede hablar de la complejidad que tiene la administración de una ciudad como Quito, que está a poco de alcanzar los tres millones de habitantes. Preocupante cifra si se toman en cuenta las realidades geográfica, humana y social del Distrito. Se trata de una jurisdicción que tiene menos espacio para crecer, menos cubiertas verdes, más habitantes y junto con ellos más viviendas, más servicios, más vehículos y más problemas urbanos.
Toda esta introducción es necesaria para expresar que la complejidad de administrar una ciudad, en buena parte, está dada por la interrelación entre la autoridad local y los ciudadanos. Se suma, sin duda, la voluntad que se tiene para solucionar problemas particulares, pero con incidencia colectiva.
Este es el caso de la calle Camino de Orellana, una vía de un kilómetro desde la Rafael León Larrea hasta la plaza de Guápulo, en el centro norte de Quito. El desarrollo de la ciudad y del Distrito (el valle de Tumbaco junto con el nuevo aeropuerto) ha incrementado el tránsito por esta estrecha y sinuosa vía.
Esta realidad ha generado pronunciamientos, marchas y reclamos por parte de los vecinos que viven a lo largo de esta calle. La seguridad, el ruido y el esmog han sido los argumentos para proponer restricciosegunes a esta “molestosa” situación e, incluso, llegaron a plantear el cierre de la vía, como si se tratase de una calle sin salida o aquellas llamadas cucharas que son cerradas en cualquier barrio.
Con ellos no hay puntos medios ni soluciones intermedias, pensando en la urbe. Es comprensible su molestia, pero debe primar la apertura para hallar soluciones.
Es un tema complejo, han dicho funcionarios municipales que argumentan el análisis y los diálogos que retardan las decisiones. Este problema ha evolucionado en más de una década y no encuentra solución. Menos oportunidades y tiempo tuvieron afectados directos de obras construidas con el argumento del desarrollo urbano: la Ruta Viva, ampliaciones de la Panamericana…