Érase una vez un Presidente que sentaba precedentes. Érase una vez un Presidente al que le encantaban las medallas, los diplomas, los periplos, los homenajes y los desfiles.
Érase, por tanto, un Presidente que en sus largos viajes por el mundo no olvidaba un detalle para sus fogosas alocuciones y sabía exactamente lo que tenía que decir para que lo aplaudieran según el auditorio que lo escuchara.
Si el periplo tenía como destino Honduras, por ejemplo, debía decir que este país era un buen lugar para morir, aunque después dijera que la prensa corrugggta le había sacado de contexto porque lo que quiso decir que era un buen lugar para morir, pero de calor.
Si la gira tenía como objetivo que el Presidente fuera merecedor de un merecido homenaje por la cantidad de méritos que él mismo decía lo adornaban, for exampol The Íllinoi Uinivérsiti, debía discursear que recibía el galardón con la humildad, la sencillez y toooooooooda la prudencia que lo caracterizan, tanto que para él era emoción insondable volver a la maravillosa y ejemplar democracia del país del norte.
Y si el viaje tenía como objetivo Caracas, donde retumbarían los cañones marciales rusos, chinos y chavecinos, debía expresar, pletórico de emoción revolucionaria, que para él era insondable estar en el maravilloso país donde nace el germen fecundo de la rebelión latinoamericana en contra del nefasto imperialismo del norte.