En los últimos días de la campaña por la consulta, el Gobierno no solo abusó de su condición de sujeto político privilegiado sino que mostró el peor lado del periodismo “público”. Si bien su ataque masivo contra medios, periodistas e incluso personajes que cometieron el pecado de discrepar le sirvió para apuntalar unos resultados que se desplomaban, en cambio dejó en claro su idea sobre el periodismo ejercido desde el poder.
Aunque la tónica ha sido la misma en los últimos cuatro años -“cadenas” nacionales para imponer la visión gubernamental, programas hechos con videos montados o descontextualizaciones, “reportajes” sin contrastación, programas de “opinión” donde se falsea la verdad-, estrategas, operadores, directivos y periodistas de medios estatales hicieron su mejor esfuerzo en el remate de la campaña, sin reparar en el daño causado al periodismo público, loable en su esencia pero que, mal usado, puede convertirse en maquinaria perversa.
Esa energía y esos recursos debían haberse canalizado, por ejemplo, a informar sobre la prevención frente al invierno, o a contar qué están haciendo el Gobierno y la población frente a la reactivación del volcán Tungurahua. Pero se dedicaron a ahondar una “guerra” absurda cuyos formatos tremendistas recordaron épocas que se creían superadas, cuando actores políticos se dedicaban a campañas sucias no para enaltecer sus propuestas sino para manchar al contendor.
Si por un lado el presidente Correa enjuicia por daño moral y pide USD 10 millones a los autores del libro ‘El Gran Hermano’; si denuncia a un articulista por sus opiniones, pretende convertir a los dueños del medio en corresponsables y exige el pago de USD 80 millones; si los funcionarios exigen permanentemente rectificaciones y hasta las ponen como condición para dar credenciales; por otro lado, los medios sobre los cuales se dio información falsa; los periodistas cuyas palabras fueron tergiversadas o no se les respetó el derecho a no publicar sus opiniones sin su consentimiento; los personajes a quienes se calumnió, están seguros de que no deben esperar de los medios que maneja el poder un espacio mínimo para dar sus versiones.
Porque ese periodismo que quiere dar lecciones pero obedece a unos intereses de grupo y de partido -de lo cual precisamente se acusa a la “prensa corrupta”- nunca podrá conjugar verbos esenciales en el periodismo libre como contrastar y rectificar.
Es difícil imaginar qué papel jugaría un Consejo de Regulación como el que se quiere imponer frente a unas voluntades políticas tan poderosas como las que mueven al periodismo “público”. Ojalá quienes hacen veedurías tan acuciosas sobre el periodismo privado hayan estado en estos días en el país y hayan notado la manera en que fueron usados los medios al servicio del Gobierno. Y ojalá digan cómo debieran regularse sus abusos.