Prácticas curativas del Siglo XVII, en Quito

Arriba, plantas y semillas cuyo uso se extiende hasta ahora. Sobre estas líneas, recreación de la estantería de una botica de la época, en la muestra ‘La memoria y la Historia del Hospital San Juan de Dios’ (2015). Fotos:Fotos: Ingimage y Archivo / EL COM

Arriba, plantas y semillas cuyo uso se extiende hasta ahora. Sobre estas líneas, recreación de la estantería de una botica de la época, en la muestra ‘La memoria y la Historia del Hospital San Juan de Dios’ (2015). Fotos:Fotos: Ingimage y Archivo / EL COM

Arriba, plantas y semillas cuyo uso se extiende hasta ahora. Sobre estas líneas, recreación de la estantería de una botica de la época, en la muestra ‘La memoria y la Historia del Hospital San Juan de Dios’ (2015). Fotos:Fotos: Ingimage y Archivo / EL COMERCIO

En nuestros días, casi se desconocen algunas prácticas curativas que sin embargo sobreviven. Muchos sentenciarían que en estos territorios reinaba el desconocimiento cuando se requería tratar enfermedades.

Sin embargo, deberían entender que la Antigua Real Audiencia, en el siglo XVII, fue un pueblo casi olvidado por las autoridades reales, causa por la que los quiteños (todos quienes habitaban en el inmenso territorio que formó esta jurisdicción que iba desde Cali en el norte, hasta Champanchica, en el sur) debieron buscar solución a sus graves inconvenientes.

Uno de ellos fue el acuciante problema de la salud, para lo cual Hernando de Santillán, primer presidente de la Audiencia de Quito, fundó el Hospital De la Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, el 19 de marzo de 1595, en el cual se podía recibir tanto a españoles como a indígenas, proveyendo para ello dos salas separadas; en igual forma, dividió en dos secciones: una para hombres y otra para mujeres.

Para llegar a su objetivo, en 1563 compró las casas del español Pedro de Ruanes, las cuales -según las señas- estaban al “canto de la ciudad en la calle real, por donde se sube al cerro de Yavira.

De aquí se deduce que la fundación del hospital se hizo en el mismo sitio donde está ahora; pues, el Panecillo es el cerro Yavira, nombre con que lo llamaban los incas. “(González Suárez, Federico, Historia del Ecuador, T. II, Quito, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1970, p. 64 ) .

Las enfermedades más comunes en Quito y en la región eran: “viruela, sarampión, gripe, catarros, problemas respiratorios y de pecho, dolores de costado, ampollas en las manos y pies, diarrea, mal de orina, mal de pujo, angustias retardadas, suspiros prolongados, fiebres de tierra caliente, artritis, sarna, empolladuras en los sobacos y entrepiernas, tabardillo y tabardete, escarlatina, garrotillo, pechuguera, flujo de vientre, ahogos en el pecho, tembladeras de canillas y pantorillas”, entre otros.( Anónimo.

Cómo curar las enfermedades más propias desta cibdad de Quito (sic), Biblioteca del Convento Máximo de La Merced de Quito, s/a, 1698, p. 16 y siguientes).

Para los tratamientos con hierbas medicinales se tomaba en cuenta su procedencia, la hora en que se las recogía, la posición de la luna y de las constelaciones y la hora de la ingestión. Las supuraciones se consideraban el inicio de la curación de las heridas.

Por otro lado, las purgas se hacían mediante remedios emolientes y la eficacia de las sangrías se creía que dependían del día de la semana, la hora, la fase lunar y la posición de las estrellas en que se aplicara. Todo esto tenía como antecedente la tradición que se venía aplicando desde el siglo XVI.

Las plantas más utilizadas eran el “floripondio, guanto o chamico en sus diversas variedades: rojo, amarillo, blanco y rosado, prevaleciendo sobre todas ellas las de tinte rojo intenso, llamado también “campanilla del diablo o del sueño”.

En igual forma, la ayahuasca, el jaborandi, la granada y granadilla que se empleaban como diaforético (sudorífero); el paico como antihelmíntico (desparasitante); la retama para controlar las hemorragias; la sábila para curar numerosas enfermedades de la piel, así como de infecciones bronquiales y hépaticas.

En tanto que la calahuala, el caballo chupa y la chuquiragua para tomas en infusión con el fin de tratar problemas del hígado y los riñones; la canela, el ishpingo, la flor leñosa, la vainilla y la guayusa para combatir dolores estomacales.

Las hojas de capulí para luxaciones, artritis, cafalalgias (dolores de cabeza y el cuello) y traumas; el chulco para las verrugas; las hojas de tabaco secas mezcladas con sebo de res para traumatismos, golpes y astralgias (dolores de los codos, piernas, brazos y tobillos); el estoraque macho para curar catarro crónico, bronquitis y asmas.

En parasitosis, eccemas y ulceraciones se utilizaban el perejil y el paico; la borraja como sudorífico; la verbena para la ictericia pero también como antifebrífugo (para combatir la fiebre); el frailejón a manera de tonificante; la hierbabuena, la manzanilla y el orégano para dolores estomacales; la zarzamora y sus diferentes variedades para combatir el cólera.

Las hojas de guayaba se recomendaban para la diarrea, sobre todo en los niños. La fiebre y las temperaturas altas, provocadas por picadura de mosquitos de zonas tropicales y subtropicales, eran combatidas con ramas y flores de tilo; en igual forma, las flores, hojas y raíces de malvas, especialmente la llamada ‘malva olorosa’, así como la común, con sus colores blancos y rosados; tomillo y serpol, plantas del mismo género, que se cultivaba en abundancia en el valle de Los Chillos, como antisépticos y antibióticos que fortalecen el sistema inmune y elevan las defensas.

El anís se utilizaba para combatir dolores de estómago y eliminar gases. Para la gripe, no había mejor remedio que el té de mejorana; en igual forma, una buena infusión de hojas de eucalipto tierno, endulzado con panela, lo cual aseguraba un buen tratamiento expectorante. El sauco tenía propiedades analgésicas y antiinflamatorias; el ajenjo para combatir las flatulencias y las malas digestiones; la ortiga para depurar la sangre y mejorar la digestión. “(Ibid. Anónimo, p. 21).

Curiosamente, estas plantas aún se siguen utilizando en nuestros días, por lo que la tradición y costumbre popular se mantienen vigentes a pesar del tiempo transcurrido. (Informe de Manuela Cuascal, vendedora del mercado de hierbas de San Francisco, Quito, febrero del 2018).

Desde el punto de vista farmacéutico, las drogas de las boticas pertenecían a los reinos vegetal, animal y mineral. El primero estaba representado por polvos, hojas, hierbas, flores, semillas, raíces, cortezas, extractos, tinturas, jarabes, aguas, bálsamos, trementinas, vinos y aguardientes; el animal por ungüentos, sanguijuelas, emplastos y cantáridas y el mineral, por azogue, piedra infernal, antimonio, albayalde, vitriolo, litargirio de oro, precipitado de todos los colores, sal de Saturno y polvos residuales y otros, con los cuales se preparaban pócimas, brebajes y emplastos para curar las numerosas enfermedades.

Las bebidas se clasificaban en calientes y frías, y también como tibias y frescas. En igual forma, los alimentos se consideraban pesados y livianos.

Sobre las frutas había varios criterios, absurdos para nuestros días. Por ejemplo, consumir limón en exceso era muy perjudicial para la salud, ya que secaba la sangre. Las naranjas debían consumirse solo por las mañanas. Hacerlo por las tardes producía cólicos y acidez del estómago, al tiempo que salían granos en la cara.

Consumir limas era bueno para curar sarnas, para lo cual se debían chupar en una sola ocasión por lo menos veinte de ellas. La mandarina, máximo dos cada vez. Tres eran consideradas causa de diarrea.

En fin, algunas recetas y recetarios ofrecidos por médicos, curanderos, chamanes, adivinos y hierbateros del siglo XVII siguen vigentes entre nuestras gentes que, particularmente, viven en el medio rural, quienes tienen en las plantas medicinales sus mejores aliados para curar sus dolencias, constituyendo una herencia singular que forma parte de nuestra identidad como ecuatorianos.

 * PhD en Antropología Social. Investigador especializado en temas nacionales.

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