En la avenida Morales, en el centro de Portoviejo, el edificio del Magisterio es una de las edificaciones que colapsó. Foto: Vicente Costales / EL COMERCIO
El retrato de Diocles Rezabala Palacios está intacto, firme junto a un poste de algarrobo puro. La viruta cubre este taller de carpintería y unas guitarras acústicas -a medio terminar-, se bambolean en un cordel.
En esta antigua casona, revestida de caña, parece que nada hubiera sucedido. Está anclada en el centro arruinado de la capital manabita, pero el terremoto del 16 de abril pasado no dejó su marca en ella.
“Aquí nació mi papá y aquí murió, a los 104 años. Siquiera tiene 150 años”, cuenta Jorge Washington Rezabala, quien heredó el oficio de su padre.
Por su antigüedad, el taller Rezabala ha permanecido en pie ante dos grandes sismos registrados en Portoviejo en el siglo XX, y que son parte de un capítulo de ruinas y cenizas de la historia de esta añeja ciudad, también afectada por tres incendios destructores.
El 13 de mayo de 1942, a las 21:05, las campanas de la iglesia repicaron y todo quedó a oscuras. El Diario La Provincia resumió el sismo de aquel día. “La población se concentró en el Parque Central. El lugar se convirtió en dormitorio”.
Un hombre murió, seis casas se derrumbaron y algunos edificios, como el de la Confederación Obrera, sufrieron daños”.
La reseña aparece en el libro ‘Historia de Portoviejo’, del historiador Ramiro Molina Cedeño.
Sus páginas además rememoran el 16 de enero de 1956, cuando la ciudad soportó otro terremoto, a las 18:40.
Ese día llovía copiosamente, como citaba La Provincia. “La ciudad fue violentamente sacudida durante unos treinta segundos (…). Fue sentido en toda la república”.
Algunos edificios quedaron afectados y varias casas de construcción mixta desaparecieron.
Tres días después del reciente sismo, que devastó gran parte de Manabí, el ebanista Rezabala, de 76 años, regresó a su taller, popular para hacer los trompos que han entretenido a generaciones.
“La clave de esta casa está en los empalmes. Mire, esto se llama boca de lobo”, y muestra los estables pilares.
Cerca, Eladio Moreira se apoyaba en su bastón para caminar por la zona cero. A sus 77 años recorrió el sitio donde hasta el viernes se reportaban 119 fallecidos, 1 399 heridos,
1 245 albergados y 684 edificaciones destruidas y afectadas.
“He vivido tantos terremotos, hasta el de Bahía de Caráquez, el 4 de agosto de 1998 (hace 18 años). Pero nada como este. Parecía una guerra”.
El martes volvía del cementerio; quería estar seguro de que doña América Fernández, su madre, seguía allí.
Antes del terremoto del 16 abril, Portoviejo albergaba a 280 020 habitantes.
El censo del 2010 registraba cerca de 81 870 viviendas y más 8 200 establecimientos económicos.
“Pero cuando era niña solo había monte y poquitas calles de tierra”, recuerda Teresa Farfán. Su casa, la que levantó su difunto esposo, un carpintero, parece un lunar en medio de tanta destrucción. “Antes no había tantos edificios ni carros; solo andábamos en burro”.
La antigua provincia de Puerto Viejo, nombre que se menciona por primera vez en 1522, era el territorio de nueve tribus que vivían del mar, la tierra y el comercio de la concha Spondylus. Los españoles la convirtieron en una de sus caletas de referencia en América.
Para el gestor cultural Carlos Wellington, esta fue la segunda villa española en la Costa ecuatoriana, fundada el 12 de marzo de 1535.
“Fue creada por orden del rey Carlos V. Ya en 1830, con la república, aparece como provincia de Manabí y se nombra a Portoviejo”.
La ciudad, conocida en su origen como Villanueva de San Gregorio, fue reubicada varias veces. En esa transición sobrevivió a voraces incendios.
El libro de Molina Cedeño recopila tres catastróficos: el de septiembre de 1915, cuando cinco manzanas desaparecieron; el de enero de 1925, que dejó pérdidas por ocho millones de sucres; y el de diciembre de 1950, que corrió por las calles Colón y Olmedo, hoy envueltas por una brisa putrefacta.
Rezabala se cubrió con una mascarilla y volvió al torno, a darle forma a la madera. Para él, las guitarras ya no son negocio; confiesa que más son las que entona que las que confecciona. “Pero en los trompos nadie nos derrumba. Aquí seguiremos… esperemos que esta casa resista otros temblores”.