En las razones que esgrimió el presidente Correa para justificar el desempeño de AP en las elecciones seccionales del 23 hay una buena dosis de autoindulgencia. En primer lugar, porque limita el revés a Quito (la pérdida también ocurrió en otras ciudades de gran peso específico), y en segundo lugar, porque enumera factores como la administración del alcalde Barrera, el modo en que se llevó la campaña y el ‘sectarismo’ oficial frente aposibles alianzas.
Ese análisis no alude a errores internos del Gobierno o a su relación con los electores; no menciona posibles decisiones en los últimos meses, en los cuales Ejecutivo y Legislativo, a partir de los resultados de hace un año, no tenían en mente otra cosa que cerrar, a toda costa, una etapa de reformas tan importantes, y por ende de tanta incidencia para el ciudadano, como la de la justicia. O la posibilidad de haberse sobregirado en el ejercicio del poder frente, por ejemplo, al derecho de opinión, como sucedió alrededor de una caricatura de Bonil.
Porque, hay que decirlo, aparentemente al Gobierno le viene faltando mayor sensibilidad para medir el efecto de determinadas decisiones en la ciudadanía, como lo demuestra la propia sobreexposición presidencial en la campaña, el colofón de una serie de acciones en las cuales la balanza se ha inclinado a favor del poder. Sin fusibles y sin alertas internas, como suele suceder en los gobiernos que se configuran alrededor de figuras fuertes, es difícil tomarle el pulso a la realidad política.
Y si esa sensibilidad se echa de menos, no es improbable que tampoco haya mucha sensibilidad para hacer correctivos. Y, en el caso de que esto último fuera posible, en cambio puede haber dificultad para traslucirlo al exterior, dado que un gobierno cerrado y que se comunica básicamente con la propaganda e ignora a los medios que no le son funcionales, difícilmente puede procesar frente a la opinión pública estas decisiones .
El Gobierno cuenta con todas las herramientas, pero no sería raro que priorice las razones y las salidas fáciles.