Entre fusiles humeantes, los armados que asesinaron a su esposo la amenazaron. Sin documentos ni morral, Ana abandonó su casa y se arrojó a la otra frontera, sin voltear a ver a su Colombia natal, con tres hijos en la mano y el terror en la piel.
En Ecuador, estigmatizada por su origen, por ser madre, con hijos por forjar, solo halló más violencia. Rechazada, se albergó en Esmeraldas, como trabajadora sexual. Las refugiadas en Ecuador no tuvieron eco en la prensa el Día de la Mujer ni señales esperanzadoras de una sociedad.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados (Acnur) las acompaña en su lucha diaria. La Cancillería de Ecuador ha legalizado a miles. Pero no basta. Colombia y Ecuador están en mora.
Bogotá lleva 12 años de guerra contra el narcotráfico, desde el inicio del Plan Colombia, y nunca ha considerado a este efecto colateral como asunto digno de su estrategia de seguridad regional, para la cual cada año Washington aprueba millones de dólares.
Proyectos como la caja de ahorro y crédito de la Asociación de Trabajadoras Sexuales 21 de Septiembre, que además defiende los DD.HH. en el Pacífico norte de Ecuador, pudieran potenciarse con inversión. O programas que generen fuentes de empleo debieran surgir.
El 73% de los 54 965 refugiados en el país corresponde a mujeres, niñas y niños. A refugiadas como Ana no se les permite abrir cuentas ni acceder a servicios. El Acnur revela que cerca de la mitad de extranjeras que se emplean como trabajadoras sexuales en la frontera no desempeñaban esta labor en Colombia.
¿Qué esconde ese velo? Esclavitud sexual. En la frontera hay mafias de trata, articuladas a drogas, que lucran de la exclusión. Una violencia que se nutre de hipocresía social.