La reestructuración de la Policía, asignatura pendiente del Gobierno, exige algo más que arengas en las cuales se siga culpando a terceros no identificados y a los medios. Hacen falta acciones directas y bien explicadas para superar la situación que desnudó la condenable insubordinación de septiembre.
Esa crisis permitió ponderar lo poco que se había avanzado pese a las inversiones y a los planes para redimensionar a una institución que clonó la estructura militar y gozó de una autonomía creciente a costa de la indiferencia política de varios gobiernos.
Apremiado por el trauma post-insubordinación, el Gobierno dio un paso al delimitar a la Policía a acciones operativas y dejar lo administrativo y financiero a cargo del Ministerio del Interior. Hay otros temas urgentes: homologar el tiempo de servicio con las FF.AA., elevar la capacitación, eliminar las tareas que distraen a la entidad de su función central, cambiar la figura de comandante y crear una Dirección de Investigación que reemplace a la cuestionada Policía Judicial. Todo de manera expedita y sin ánimo de revancha institucional, en un momento en que las voces militares sobre el destino de la Policía se han multiplicado.
El recelo frente al cambio y la desinformación traen reacciones de las cuales se vuelve a culpar a los medios, por el mero hecho de recogerlas. Todos ganarán si se sincera el discurso y se camina rápido.