Nadie en la Legislatura parece inmutarse porque la figura de la cláusula de conciencia, cuyo sentido último es proteger las convicciones personales de los periodistas, quiere ser usada como una herramienta para corroer la relación entre directivos y profesionales. Sin embargo, cuando los genios detrás del proyecto de Ley de Comunicación generan derechos laborales desmedidos a partir del posible irrespeto a ese derecho, no se dan cuenta de que están a punto de cambiar, quizá de modo irreversible, las realidades laborales dentro de los medios de comunicación.
Nadie niega que la fórmula es atractiva a primera vista para quienes se sienten beneficiarios. Pero en el supuesto de que se aprobara la propuesta, las tareas de planificación, dirección y edición periodística quedarán condicionadas. El reclamo de los periodistas frente a solicitudes de trabajo o a cambios en sus notas (lo cual es común en busca de calidad) puede llegar a crear la figura del despido intempestivo, lo mismo que “los casos de cambio sustancial de orientación informativa o línea ideológica en el medio de comunicación social”…
Pero las cosas no quedan ahí. En consonancia con esta norma, el proyecto liderado por Betty Carrillo también prevé el derecho a una indemnización por daño emergente, lucro cesante y daño moral en el caso de que un medio, “sin causa legítima”, suspenda la publicación de un artículo o noticia, o cancele la emisión de un programa o modifique su horario habitual.
La intención de generar división interna es obvia, pero lo que quedó fuera de los cálculos de los legisladores es que socavar las relaciones laborales en los medios traerá al menos dos efectos en el mismo ámbito periodístico. En primer lugar, la producción se volverá engorrosa, afectará la demanda de las audiencias de información oportuna y de calidad, y terminará por afectar la operación y las finanzas de los medios. En segundo lugar, y más grave, se abrirá la posibilidad de un cambio en las relaciones contractuales, al buscar fórmulas que no signifiquen relación laboral. No es lo que quieren las empresas ni los comunicadores. ¿Es lo que realmente quieren los legisladores?