ESPECIAL: El 30-S contado en imágenes
Luego de recuperarse del cuadro de asfixia en el área de Emergencias, el presidente Rafael Correa fue trasladado, por pedido de sus escoltas de seguridad, al tercer piso del hospital. Salió con ayuda de los médicos y enfermeras con su ropa más holgada, en una camilla y hablando por celular…
Afuera, decenas de policías sublevados habían formado varios anillos de protección para impedir que nadie entrara o saliera de la casa de salud.Habían pasado más de dos horas desde que la caravana presidencial había salido de Carondelet, y la situación en el país era conflictiva. Los hombres más cercanos al Presidente, encargados de la seguridad interna y externa, estaban separados.
El ministro Gustavo Jalkh estaba recuperándose de las agresiones en el cuartel del GOE, mientras el ministro de Defensa, Xavier Ponce, dialogaba con militares y personal civil en el Ministerio de Defensa, para impedir que la insubordinación también se riegue entre los miembros de Fuerzas Armadas.
Mientras en el Hospital de la Policía la gente esperaba preocupada por el desenlace de una revuelta insólita y sorpresiva.
Ese día, una de las pacientes, Aída Zaldumbide, de 57 años, se enteró que las siguientes horas sería dada de alta del Hospital de la Policía. Diez días antes había ingresado a la casa de salud por una colangitis aguda (inflamación del conducto biliar, que lleva la bilis al hígado, a la vesícula biliar y al intestino). Tras ser operada satisfactoriamente, su salida del hospital era un hecho.
Ella estaba internada en la habitación 310, en el tercer piso del hospital, que horas más tarde se convertiría en una especie de centro de operaciones del Gobierno, desde donde se impartían disposiciones para preparar la salida del presidente Correa.
Eran las 09:00 del 30 de septiembre. Zaldumbide esperaba que le inyectaran las últimas dos dosis de medicamentos y que le hicieran una tomografía, que tras los acontecimientos de ese día nunca se la efectuaron.
Su hermana Magdalena llegó muy temprano para acompañarla. Ambas se quedaron encerradas en el tercer piso, adonde llevaron a Correa luego de ser atendido en Emergencias.
Desde su cama, Aída vio la rutina del lugar alterada: médicos y enfermeras que iban y venían, gente que corría por el pasillo.
Con el paso de las horas, los rumores le llegaban como ventarrones: “¡Ya vienen a sacar a Correa los de Alianza País!”. Sintió temor. Cuando pudo levantarse de la cama, junto a su hermana se acercó a un joven “igualito al Presidente”. Se identificó como el sobrino de Correa, y las Zaldumbide y dos señoras más le pidieron que intercediera por ellas para tener una charla con el Mandatario.
El hombre regresó con el mensaje de que no las iba atender. “Querían decirle que por favor tenga un poco de compasión con los enfermos”, recuerda Aída.
Temían que mientras el Mandatario estuviese en el hospital, las bombas lacrimógenas, los disparos y los disturbios no cesarían.
Desde el mediodía, las consultas externas y las labores administrativas de la casa de salud se suspendieron. El personal que tenía turno hasta esa hora empezó a salir como podía.
Quienes habían llevado sus automóviles prefirieron dejarlos en el estacionamiento del hospital, porque afuera había decenas de personas y temían ser agredidos. Y quienes se atrevían a sacarlos, debían abrir sus cajuelas para que los manifestantes confirmaran que no estaba el Presidente.
Esto aumentaba el temor entre los médicos y enfermeras que debían quedarse. Presentían que lo peor aún estaba por venir.
Mientras la tarde transcurría, los galenos, enfermeras y pacientes trataban de entender lo que sucedía y prendían los televisores disponibles en el hospital. El pediatra Pablo Banderas, uno de los médicos que atendió al Jefe de Estado, alternaba sus labores con rápidos vistazos a las noticias.
El médico hizo un chequeo a sus pacientes y desde Pediatría vio a unos 50 policías en los exteriores. Tenían posiciones divididas: “Peleemos por nuestros derechos hasta las últimas consecuencias”, decían unos. Mientras que otros comentaban: “¿Qué va a pasar?, ¿y si nos botan?”.
Entrada la noche, el médico -de 27 años- hizo otro intento para ingresar hasta la habitación del Mandatario. “Quiero conocer a Correa”, se decía. Esta vez logró pasar porque necesitaba un certificado que debía ser sellado por el jefe de residentes. Mientras buscaba el sello, quedó atrapado en el lugar para vivir 10 minutos más tarde uno de los episodios más aterradores de su carrera.
Un peligro patente
La intensa balacera empezó minutos después de que una enfermera le retirara a doña Aída la sonda por donde recibía los medicamentos. Ella había permanecido durante toda la tarde en la habitación 310, junto a su hermana Magdalena.
Con la puerta cerrada, por pedido de una doctora, las mujeres esperaban atentas el desenlace de aquel episodio insólito.
El sonido estremecedor de los disparos se escuchaba en todo el hospital, esto generaba incertidumbre y desesperación entre sus ocupantes, especialmente entre los enfermos, más indefensos.
Doña Aída se lanzó al suelo, al igual que el resto de pacientes, médicos, enfermeras y periodistas, fotógrafos…
Se parapetó en el piso, pese a que tenía una bolsa de colostomía (donde se deposita la bilis drenada) adherida al lado derecho de su abdomen. En medio de la desesperación olvidó que le habían prohibido cualquier movimiento brusco. Por cerca de dos horas estuvo boca abajo, en pijama, hasta que terminó la balacera y el humo de las bombas lacrimógenas se había disipado.
Pero su traumática experiencia no terminó ese día. Su estado se deterioró y debió permanecer internada 20 días más. Eso le costó USD 8 000 adicionales a los 3 000 que tenía previsto pagar por gastos médicos. Su condición se agravó porque el catéter (conducto) que transportaba el líquido biliar a la bolsa se movió hacia el tórax, que se infectó con la bilis.
Los doctores le diagnosticaron dos nuevas dolencias, un bilitórax y una paquipleura (engrosamiento de la capa que recubre el tórax), que colapsó su pulmón derecho. El 8 de octubre fue ingresada de emergencia a la sala de operaciones de la que, según recuerdan sus familiares, salió seis horas después, en estado delicado.
La habitación 310 del ala izquierda del tercer piso, a cuatro puertas de la 302, donde estaba Correa, fue el refugio de una decena de personas, incluso guardaespaldas, que se ocultaron en el baño, en el piso, en las esquinas… Allí también se coló el insoportable gas lacrimógeno, cuyo efecto se procuraba sofocar encendiendo cigarrillos y quemando papeles en pequeñas fogatas.
Para entonces ya se habían formado en el pasillo dos filas de policías del Grupo de Intervención y Rescate (GIR). Los gritos de “¡ya llegan los militares!, ¡ya llegan los militares!”, causaban pánico; el gas y el humo se esparcían por todos los rincones del hospital.
“¡Hay que sacar al Presidente!”, gritaban los militares en los corredores. Correa salió de su habitación en silla de ruedas, con un casco, encapsulado por militares del GAO, pero por los gases no pudo bajar por el ascensor. Entonces fue trasladado a la zona donde está Pediatría. En esa área estaban 12 niños, de entre 3 y 7 años, uno recién nacido, y en el área de Neonatología un bebé prematuro. La puerta que daba acceso a Pediatría fue rota y el Presidente permaneció unos tres minutos, antes de salir por las escaleras hacia la unidad de emergencia.
Quienes encendían fuego no reparaban en el peligro, pues en las instalaciones había tubos y tanques de oxígeno, que en cualquier momento podrían estallar con un chispazo. Ante el riesgo, Banderas empezó a pisar los papeles humeantes para apagarlos. “Todo el hospital estuvo en un peligro inminente de muerte”, recuerda el galeno.
En medio de las detonaciones y el ruido de vidrios que se rompían, el personal médico atendía a los pacientes, algunos de ellos con mascarillas de oxígeno. Otros ayudaban a que los enfermos se resguarden en los baños o se acuesten en el piso.
Cuando acabó la balacera, con la salida del Mandatario, el personal médico bajó a emergencias para atender a los heridos.
En ese instante ingresaba un policía con un disparo que había perforado el diafragma, el páncreas y los intestinos. Tras dos horas de operación, un cirujano de esa casa de salud, que pidió mantener su nombre en reserva, le extrajo una bala recubierta de cobre. “Esa bala solo se debe usar en guerras”, manifestó el galeno.
A su salida conversó con el personal del quirófano, que estaba muy nervioso. Otra bala había impactado la pared cercana a la puerta por donde se recibe a los recién nacidos. Y observó que el orificio estaba a 20 centímetros del conducto de oxígeno.