En estos días se intentan acuerdos sobre la Ley de Comunicación, dos de cuyos elementos centrales (el Consejo de Regulación y los criterios de responsabilidad interior) fueron atados a la consulta del 7 de mayo. Al margen del escepticismo de los asambleístas de oposición de que sus criterios sean incluidos, y de que la Ley tenga los votos para ser aprobada, la principal duda es qué sucederá cuando el cuerpo legal pase a manos del Ejecutivo.
Y no solo por el poder del veto que le asiste y que ha sido ratificado enfáticamente, sino por el contexto en el cual el presidente Correa y su entorno ubican a los medios de comunicación privados. Dentro de su proyecto ideológico-político, son mucho más que los contendientes que hay que hacer subir al “ring” a falta de adversarios. Y mucho más que la maleza que hay que cortar para que no crezca.
Son, supuestamente, el último reducto de la vieja ideología a derrotar. Esa visión explica que, dentro de esta nueva arremetida, el Presidente haya insistido el martes en Guayaquil que su mejor legado será combatir a los “sicarios de tinta” que, “disfrazados de periodistas, que no ganan ni las elecciones de su barrio, hacen política ilegítimamente”.
Esa lógica solo deja espacio al periodismo ejercido desde los mal llamados medios públicos, pues éstos no caen en el error ético que a juicio de Correa cometen los medios privados al “publicar u omitir lo que quieran”. Esa visión hegemónica del derecho de opinión y de expresión explica que el poder ni siquiera mencione las violaciones, en los medios gubernamentales y en los enlaces presidenciales, a los preceptos que dicen defender (el derecho a la réplica, por ejemplo). Y que el Gobierno haya judicializado la libertad de expresión de los medios privados, mientras estima que sus constantes ataques no son motivo de juicio.
Bajo esa perspectiva, ninguna Ley servirá si no garantiza el sometimiento del “enemigo”. Y la que finalmente satisfaga a la llamada revolución no será aplicable, pues violará la convivencia democrática.