El veto total a la reforma judicial de la semana pasada dejó en claro que el Ejecutivo no cuenta con la Asamblea en el proceso de cambios al sistema, como ya antes quedó claro que no contaba con el Consejo de Participación Ciudadana en la elección de los titulares del Consejo de la Judicatura.
Si bien los dos son organismos sobre los cuales se han hecho varios discursos a propósito de la nueva institucionalidad, y en los que además el Gobierno tiene fuerte influencia, no hay duda de que el Ejecutivo sigue fiel a la idea de que esa función preside a las otras y que debe buscar salidas que le permitan mantener la iniciativa política, aunque puedan resultar tardías e incluso no garanticen resultados contra la inseguridad.
Esto último se concluye de declaraciones oficiales que parecen fabricadas para curarse en sano ante el posible fracaso del modelo concentrador que se construirá en el caso de que el sí gane en los temas relacionados con la justicia. La advertencia adquiere el mismo tono emocional que el pedido del Presidente de que confíen en él y voten positivamente. Se redondea así la sensación de promesa pendiente que caracteriza a los gobiernos mesiánicos.
Cabe preguntarse una vez más: si el tema de la administración de justicia falló -como han fallado otros- en su concepción original, ¿por qué no se echó mano de arbitrios razonables para solucionarlos y se prefiere un salto al vacío? Una cuestión demasiado racional cuando de lo que se trata es de construir un proyecto que se basa en actos de fe.