El gigantesco aparato propagandístico del Gobierno, en el que se inscribe el emporio mediático que lleva el falso e impúdico membrete de público, ha decidido descalificar a ciertos periodistas acusándolos de informantes de la Embajada de EE.UU.
La estrategia y su lógica parece extraída de un manual estalinista de purgas de los años 30. Hablar de informante como si se hablara de traidor es, a estas alturas de la historia, ridículo, a no ser que se trate de alguien que vende o transmite información que puede lastimar a alguien.
En la era de la información, todo ser humano es un informante más aún un periodista. Los periodistas se han reunido con diplomáticos desde épocas remotas. Lo han hecho con diplomáticos de la más distinta índole. Las reuniones con funcionarios de la Embajada de EE.UU., como sugieren los cables filtrados por Wikileaks, ocurren también con funcionarios de legaciones como las de China, Cuba, Venezuela, Italia o Alemania. Pero para la lógica estalinista que guía la propaganda del Gobierno, quien se reúna con un diplomático venezolano o sirio, por ejemplo, jamás sería acusado de informante.
Los periodistas, en esas reuniones y tal como lo dicen los cables con los que se los sataniza, no solo dan sus opiniones sobre la realidad política o nacional, sino que también reciben información de los diplomáticos.
El concepto del informante como adjetivo para descalificar a periodistas avergüenza a un país que no se merece proyectar la imagen de un pueblo congelado en la Guerra Fría.