El Gobierno de la ‘revolución ciudadana’ ha gastado más que ningún otro desde el retorno a la democracia, en 1979. Por ejemplo, en gasto social las autoridades han destinado unos 4 000 millones de dólares por año -un 8 por ciento del PIB-, casi el doble de lo que se invertía a inicios de esta década. La ‘revolución ciudadana’ también ha subido varias veces el salario, haciendo que el ingreso familiar cubra en exceso el costo de la canasta vital, que es la que consumen quienes están en la pobreza extrema.
Sin embargo, desde el año 2007 -es decir, desde que Correa llegara al poder e implantara estas políticas- la pobreza y la indigencia en el Ecuador no han bajado, sino que se han estancado en alrededor de 35 y 15 por ciento, respectivamente. ¿Por qué ocurre esto?, se preguntan Juan Ponce y Alberto Acosta, académicos de Flacso que presentaron estas cifras en un ensayo titulado ‘La pobreza en la ‘revolución ciudadana’ o ¿pobreza de revolución?’.
No voy a repetir la explicación que los autores dan a esta paradoja -que haya más gasto social y que siga la misma pobreza- para que ustedes lean de primera mano sus re-flexiones. Voy, más bien, a intentar una explicación propia de este aparente contrasentido:
A mi juicio, todo ese volumen descomunal de dinero que el Gobierno tira cada año a las calles no ha sacado de la pobreza a millones de compatriotas, porque la plata que reciben se va al consumo y no a la inversión. Ahora los pobres pueden comprar más celulares o ropa importada (de contrabando), pero pocos pueden usar esos recursos para invertir en un negocio. ¿Por qué?
Porque no tienen títulos de propiedad. Me explico: muchos ecuatorianos pobres tienen un terrenito, pero sin escrituras, o una casita en un sitio invadido. Cuando tienen un negocio -digamos una fonda- este no tiene RUC, ni permisos, ni nada que acredite quién es el legítimo dueño de aquel emprendimiento. Sin papeles que certifiquen la propiedad de un patrimonio -aunque sea mínimo- el acceso al crédito formal se dificulta.
Es decir, la ausencia de derechos de propiedad impide que el dinero que los pobres reciben del Estado sea un capital semilla que, sumado a un crédito, pueda convertirse en una iniciativa comercial que saque de la pobreza a toda una familia e incluso dé trabajo a otras personas.
¿Conclusión? Para combatir la pobreza, el Gobierno no tiene que gastar como marinero borracho, sino que debe facilitar que los pobres se formalicen y obtengan títulos de propiedad que después sean utilizados como colateral para un crédito. Solo de esa manera el dinero público podrá convertirse en capital productivo y no en consumo suntuario. Así comenzará a caer la pobreza.