La niña vivía en El Tambo, un pueblo de Cañar, desde donde empezó su travesía para llegar a los Estados Unidos para reencontrarse con sus padres; no pudo llegar su destino final. Foto: Xavier Caivinagua / El Comercio
En la tumba 221 del cementerio de El Tambo no hay flores ni velas. Solamente está una sencilla placa negra empolvada con su nombre y la fecha de su muerte: Noemí Josselin, 11 de marzo 2014.
Ese día, la niña de 12 años apareció muerta en Casa de Esperanza, un albergue en Ciudad Juárez (Estado de Chihuahua, México). Todo sucedió cuando migraba a EE.UU. para reunirse con sus padres. Las investigaciones dicen que se suicidó con una cortina en el baño.
Al albergue llegó cuando Domingo, el hombre con el que viajaba la niña, fue descubierto por la Policía de Rancho Anapra. Es un pueblo de casas pequeñas a menos de una hora de la frontera de Estados Unidos. Los dos iban en una vieja camioneta gris (pick up), para cruzar el desierto, pero por segunda vez no lo logró.
El martes, este Diario llegó al pueblo cañarejo donde vivía la menor. La casa de adobe de sus abuelos quedó abandonada. La puerta de madera está asegurada con un candado. Su familia vive en otro lugar. Pero ¿cómo comenzó este drama?
Una larga travesía
Antes de cumplir 10 años, sus padres José y Martha se empeñaron en llevarla, de forma indocumentada, para reunificar a la familia. Él migró seis meses después de que Noemí naciera y la madre lo hizo cuando la niña tenía tres años. Hoy, la pareja tiene otra niña de siete años en EE.UU. Los padres pactaron la travesía con un coyote de México, por USD 15 000. Una tía de la familia los ayudó a sacar los documentos y compraron dos paradas de ropa.
Lo hizo la tía, porque Cipriano, el abuelo materno, y Jesús, la abuela, se oponían al viaje.
Vivía con ellos en el barrio El Rosario. Ahí, los abuelitos además cuidaban a otros tres nietos, que también se quedaron solos por la migración. Es un barrio con casas de ladrillo dispersas y otras de adobe.
Los habitantes tienen agua entubada y viven de la agricultura. Cerca está el colegio Nacional El Tambo, donde cursaba el octavo de básica, pero solo asistió en septiembre del 2013 y desapareció. La psicóloga del plantel, Nube Chogllo, recuerda claramente esos días.
La primera frustración
En octubre de ese año empezó la primera travesía que duró unos tres meses, pero solo llegó a Nicaragua. En ese entonces, Noemí había cumplido 11 años, aunque por su contextura delgada y de baja estatura aparentaba ser menor.
El viaje comenzó en la noche. Cipriano, luego de recibir la orden de su yerno desde EE.UU., embarcó a su nieta en un bus interprovincial con dirección a Tulcán (Carchi). En ese carro también viajaba otra menor.
Su amiga María recuerda cuando Noemí se marchó. Lo hizo en silencio. Era su mejor amiga, pero no se despidió. “Nunca quiso migrar. Tenía miedo de ir con extraños estaba preocupada”, recuerda.
Noemí y la otra menor llegaron a Tulcán, donde las recibió un hombre alto y de piel trigueña. Con él cruzaron la frontera y por tierra viajaron a Bogotá, donde tomaron un avión para ir a Nicaragua. Allí las niñas estuvieron encerradas, en un pequeño cuarto, casi dos meses.
En el lugar había más migrantes. Nadie podía salir porque en esos días la Policía aumentó los controles. Durante el encierro comían galletas con gaseosa: la única comida todos los días.
Como fue imposible pasar la frontera nicaragüense, Noemí regresó a Ecuador. “La volví a ver en diciembre (2013), cuando regresó al pueblo”, explica su amiga María.
Pero nada fue igual. “Ya no salía a jugar en la cancha de la escuela (está a media cuadra de su casa) como era costumbre”.
Los abuelos contaban esa misma historia, recordando que Noemí tampoco participó en las fiestas de Navidad.
Sus compañeras de aula la recuerdan como una niña sencilla y algo tímida. Chogllo tiene alguna explicación: “un viaje como el de Noemí donde no saben cuántos días durará en manos de desconocidos, subiendo y bajando buses, soportando encierros, con el acecho de policías, deprime y aterra a los niños”.
El segundo intento fallido
El 4 de febrero del 2014, Noemí inició el segundo periplo. Como ocurrió la primera vez, la abuela la despidió con un abrazo y su bendición en el parque central de El Tambo.
Hacía frío y lloviznaba. Apenas llevó una mochila recién comprada, dos paradas de ropa: dejó su pollera para vestir jeans y una chompa. Una comadre de los padres, oriunda del cantón Chunchi, provincia Chimborazo, la recibió.
La mujer también migraba a Estados Unidos y viajaron juntas -vía aérea- hasta Guayaquil y de ahí a Colombia. En ese país la entregó a un coyote con el que siguió la riesgosa travesía por 17 puntos de Centroamérica y con personas diferentes.
Entre los dos viajes, Noemí estuvo en custodia por más de 30 desconocidos. La Procuraduría de México formuló cargos contra 42 personas de ese país, aparentemente involucradas en la muerte de la menor.
Se los acusa de delincuencia organizada, tráfico de personas con el agravante de ser menores de edad, abuso sexual y privación de libertad.
En El Rosario (El Tambo), un familiar se enteró que Noemí había llegado a México y que pasaba encerrada por la mañana en cuartos pequeños, que escondían a grandes grupos de migrantes; la mayoría adultos, incluidos ecuatorianos.
En la noche la sacaban a escondida en carros o avanzaban a pie. Se alimentaba mal viviendo sobresaltos y preocupaciones. De los 35 días que duró este segundo viaje, la última semana fue la más trágica.
De acuerdo con la investigación, pericias y estudio psicológico realizados en México, Noemí fue abusada sexualmente unos seis días antes de su muerte. El supuesto violador fue el hombre con el que iba a cruzar el desierto de Anapra, quien la mantuvo días enteros en el interior de un hotel.
La detención de esa persona que la custodiaba se dio por un descuido. Al mediodía del 7 de marzo del 2014, el hombre había bebido cerveza y estacionó la camioneta en una zona prohibida para ir al baño. Tres policías se acercaron al vehículo y le llamaron la atención. Pero Noemí al verse sola en la vía entró en pánico y se puso a llorar.
Los uniformados intentaban tranquilizarla. Le dijeron que no pasaría nada con su padre. Pero asustada respondió que no era su papá y les contó su historia. Entonces, el hombre fue arrestado y la niña trasladada a la Casa de Esperanza.
En ese albergue, una casa de una planta, enrejados de color tomate y que acoge a niños en situación de vulnerabilidad, llegó Noemí muy asustada y callada. No jugaba ni se integraba al resto de niños.
La muerte en el baño
La tarde del siguiente día entraron tres personas de la Procuraduría General de México a entrevistar y practicarle exámenes médicos. El mismo personal volvió luego de tres días y encontró a Noemí atemorizada, porque pensaba que la iban a llevar del lugar.
Casi siempre pasaba retraída, sentada en la sala. A las 14:00 del martes 11, la menor se dirigió al baño y se encerró. Otra compañera que intentó entrar no pudo, pero alertó al personal que la niña no respondía. Fue allí cuando intervinieron los administradores de la casa.
Al ingresar al baño encontraron a la menor sin signos vitales, junto a una cortina amarrada de un tubo que cruza en el techo. Noemí había fallecido. Este caso conmocionó a Ecuador, México y Estados Unidos.
La Fiscalía General pidió a la Procuraduría de México información de las pericias técnicas realizadas por la muerte. Según el fiscal de Cañar, Romeo Gárate, en ese documento se detallan más de 700 diligencias, diversos peritajes y las tres autopsias practicadas al cuerpo de la menor por parte de 27 especialistas de la Agencia de Investigación Criminal.
En Estados Unidos se conocía de la migración indocumentada de menores de edad, pero no de suicidios en su travesía, dice Nube Chogllo.
El abuelo de la niña se enteró del suicidio por su yerno. Al siguiente día, sus palabras eran de dolor e indignación en contra de los padres que no declinaron en su empeño por llevársela. “Discutimos más de un año por ese tema, porque nos opusimos a que se la llevaran en ese viaje”.
Hace un año, Cipriano recordaba a su nieta corriendo por los sembríos de trigo, jugando en algún rincón de la casa o comiendo juntos. “Les imploré que no la llevaran de esa manera, que había riesgos mientras viajaba, que acá no le faltaría la comida y que yo seguiría cuidándola aún sin que mandaran dinero. No me escucharon”. Ahora, solo quedan recuerdos.