Pensar que durante más de dos mil años una parte importante de la humanidad conmemora esta noche el nacimiento de un niñito que llegó a morir crucificado por el delito de haber traído un mensaje de paz basado en el amor al prójimo, no solo que me conmueve sino que me lleva al convencimiento de que el poder de la palabra no tiene límites y es un don concedido a la especie humana luego de un largo proceso evolutivo.
Más allá del mundo cristiano, aún en ateos o de otras religiones, las palabras de aquel Cristo, del que fue el Niñito Jesús, han tenido un impacto tal como que el “Ama a tu prójimo como a ti mismo” o el “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” han llegado a ser los nortes de quienes produjeron las grandes movilizaciones que con suerte diversa pretendían lograr que en las sociedades imperara la justicia en libertad. Sin aquellos fundamentos cristianos, los sistemas creados con la determinación de que tuvieran vigencia durante mil años apenas fueron flores que pronto se marchitaron o fueron pisoteadas por quienes se asignaron el papel de sumos sacerdotes de esas nuevas religiones.
¿Tendrá vigencia la palabra del Crucificado de Galilea en la era del conocimiento, la nuestra, la que estamos viviendo? Se anuncian hechos portentosos relacionados con los códigos genéticos y el develamiento de esos misterios que suponen esas inmensas áreas de la corteza cerebral de los humanos que a lo mejor están esperando un largo proceso evolutivo o que se las estimule para entrar en funcionamiento. ¿A los superhombres de un futuro no lejano, una superélite sin duda, ¿les cabra en la mente el amor a un prójimo que se quedó en etapas arcaicas de la evolución? Así, ¿se habría llegado al final de la historia y al colapso del cristianismo?
Como es nuestra costumbre, esta Navidad la pasaremos en familia, en esa intimidad que tanto calor nos supone. Hijos y nietos a la espera de que improvise una suerte de oración en la que comenzaré señalando que el Niñito Jesús llegará al seno de una familia católica, con la súplica de que con su presencia reine la paz en nuestros corazones; que bendiga nuestro trabajo y en salud nos conceda el pan de cada día; que el final ineluctable nos halle con la conciencia libre de aquellos pecados que a Dios le costará perdonarnos, y que no se olvide de ordenarle al Papá Noel que les traiga a mis nietos los regalitos que le pidieron en cartas enviadas al cielo a tiempo que se consumían en llamas y con el humo subían las peticiones. -Ya se verá, ya se verá-, concluiré, -cómo a lo mejor hay sorpresas para los que obtuvieron buenas calificaciones-.
Mañana será un gran día: bajo el árbol de Navidad de los hogares de cada uno de mis hijos, mis nietos hallarán las evidencias de un milagro. ¡Que el Niño Jesús les prolongue la inocencia!