En anterior artículo advertíamos que algunas declaraciones de dirigentes del socialismo del siglo XXI y de un alto burócrata de nuestro régimen, que por su lenguaje parece inspirado en los folletos de adoctrinamiento que distribuían las embajadas soviéticas, inducían a pensar que su versión del socialismo respondía a las teorías del marxismo-leninismo.
Si nos quedamos con el significado de las palabras, la apreciación es correcta, pero si las confrontamos con los hechos, parece que el Gobierno de la revolución ciudadana encaja mejor en lo que se ha llamado ‘nasserismo’.
La revolución egipcia, como la generalidad de estos movimientos, tuvo por eje la personalidad del coronel Nasser, quien formó una asociación ‘panarabista’, con postulados similares a los que hoy proclama la Alba: alianzas regionales antiimperialistas, antidemocracia liberal, nacionalismo a ultranza, control estatal de la economía, monopartidismo y concentración del poder.
Desde estos principios no se alcanza el fin de la lucha de clases, ni la disolución del Estado, metas de la utopía marxista que quedó reducida a la dictadura comunista de la Unión Soviética, que hoy sobrevive en Cuba y Corea del Norte.
Más cercanía hay entre Chávez y el castro-comunismo, que la que se da con Correa, más en la línea de un bonapartismo estatista, con moral de teología de la liberación.
Los antecedentes de la versión ecuatoriana del socialismo del siglo XXI pueden encontrarse en el cardenismo de México o en el primer Perón, caracterizados por el liderazgo carismático y por una concepción de la economía que, sin romper las estructuras de producción capitalista, las somete al Estado, al que se pretende convertir en el gran nivelador de las desigualdades y en el motor de desarrollo, arrinconando al empresariado burgués.
Lograr esos propósitos exige el apoyo de las masas, a las que se halaga con desproporcionados aumentos salariales, bonificaciones y beneficios clientelares.
El árbitro es el líder que tiene la última palabra y que define los conflictos entre sus seguidores, aglutinados en torno al dirigente y no por una concepción ideológica.
Por lo general, los militantes de la izquierda clásica son los primeros en abandonar el barco, cuando descubren que han ayudado a establecer un capitalismo de Estado y no la revolución anhelada. Y es así como el MPD y sus subordinados de la UNE y la FEUE salieron a las calles como en los mejores días de la era neoliberal.
Cuando la ilusión del capitalismo de Estado fracasa, por falta de recursos, mala administración o por contradicciones internas, su destino depende de quienes están más cerca del líder: si de izquierda, se radicaliza; si de derecha, se cambia el rumbo, pero en los dos supuestos el fin está cercano.