Voló por las autopistas de la información y la chismografía elevada a categoría de secreto de Estado destapó lo que para muchos era un secreto a voces: una de las tareas de las legaciones diplomáticas es hacer informes de toda índole de lo que ocurre con un país.
Descubrir recién que en las oficinas de las embajadas se elaboran documentos más o menos trascendentes y que en la cantidad de informaciones navegan tanto versiones insustanciales cuanto comentarios de asuntos de alta importancia para los intereses que se representa, añade al tema un toque de ingenuidad.
El tema de los Wikileaks da tela que cortar y mueve a la curiosidad de la prensa que a su vez atiende al afán de la opinión pública de descubrir aquello que el poder quiere ocultar sin hacer discrimen del tono o la relevancia.
Espías han existido desde antes del tiempo. Un caso archiconocido es el de Mata Hari, cortesana y bailarina de estriptís fusilada en Francia, acusada de espiar para Alemania en la Primera Guerra Mundial.
Por aquí anduvo hace años un personaje menudo, con unos ojitos nerviosos y unos bigotazos fecundos que pronto se inmiscuyó en la sociedad quiteña y a buen seguro que si los Wikileaks desentrañan los secretos de aquel país saldrán cosas curiosas. Sabía de política, conocía a fondo un sórdido episodio de lucha antiterrorista en su país y casi apostaría que era el autor de un entretenido correo de brujas.
A estas alturas ignorar que la CÍA o el KGB existen y tienen como propósito contar la otra cara de la realidad de un país no debe sorprender.
Contra los riesgos de los cables de Wikileaks existe un solo antídoto: decir en privado lo mismo que se dice en público, así será poco probable caer en contradicciones y quedar al desnudo.