La avena reapareció con fuerza en la dieta moderna cuando se propagó la noticia de que el salvado de este cereal reducía el colesterol. Fue una verdadera manía, y a partir de la década del 1980 se comenzó a consumir muffins, panqueques, sopas, barritas, galletas, postres y panes con avena o su salvado como ingrediente principal. El tiempo y otros estudios determinaron que la elección es correcta, pero no milagrosa, porque nada es absoluto, y lo óptimo entre los siete cereales recomendados -trigo, arroz, cebada, centeno, mijo, avena y maíz- es consumirlos enteros, cualquiera que sea su nombre. Lo destacable es que los aminoácidos de la avena conforman un surtido privilegiado entre los esenciales. Según la filosofía antroposófica, el consumo de avena acrecienta el rendimiento corporal, hay un mayor tesón en hacer las tareas, mayor resistencia ante las adversidades climáticas y un menor cansancio. “Además, en la avena se aisló una sustancia de carácter hormonal, poseedora de un poder vivificante, que estimula la iniciativa y tranquiliza el sistema nervioso” (‘Los siete cereales’, de Udo Renzenbrink).
Crece en clima algo lluvioso, en tierra húmeda y ácida. Avena y papas fueron la alimentación de muchos pueblos que transformaron a este cereal y al tubérculo en alimentos de subsistencia. De esto saben mucho los irlandeses y los ingleses, que popularizaron nutritivos platos para paliar el hambre en tiempos de escasez.
En comparación con otros cereales, la avena aporta más ácido linoleico, vitaminas E y del grupo B y fibra soluble, especialmente si se consume cruda, como en el muesli, una combinación de cereales y frutas con la que muchas comunidades inician el día.
Para el frío, la avena mezclada con crema crea un unguento para reducir las inflamaciones. Para los nervios y el colesterol, el salvado de avena es una gran sedante.
Y algo más: no contiene gluten; por eso es apta para celíacos.