Buenos Aires comenzó a recibir orquestas sinfónicas hace poco más de noventa años. Fue en 1922 cuando llegó la Filarmónica de Viena, con Félix Weingartner como director.Dicen nuestros historiadores Juan Andrés Sala y Alberto Emilio Giménez que “Buenos Aires apreció y disfrutó un nivel de realizaciones orquestales hasta entonces nunca registrado en su ámbito”. Tratándose de uno de los más grandes organismos del mundo, que ofreció nada menos que 19 audiciones dirigidas por aquella eminencia mundial, se iniciaban en nuestra ciudad esas visitas que, espaciadas en un comienzo, fueron adquiriendo, dicen los autores, una continuidad favorecedora para el quehacer musical porteño. Naturalmente, esto traía el conocimiento de obras memorables, como las de Debussy¸ Richard Strauss o Bruckner, así como la reedición de otras ya conocidas, de Beethoven o Wagner.
Lo extraordinario es que a tal punto fue triunfal aquella primera visita de la orquesta vienesa, que al año siguiente se repitió la experiencia, pero entonces con dirección de Richard Strauss y Gino Marinuzzi como adjunto.
De entonces a hoy es enorme el número de organismos sinfónicos que, particularmente desde Estados Unidos y Europa, han pasado por el país. Lo importante es que, lejos de retardar el desarrollo de nuestras propias agrupaciones, ese humus cultural propiciado por las visitantes ha contribuido a fortalecer a las orquestas locales, puestas en manos a veces de figuras de enorme prestigio internacional (Ansermet, Kleiber, Busch, Krauss, Wolf), a los que han seguido, en una emulación franca, saludable, nuestros grandes directores de orquesta locales, como Piaggio, Calusio, Paolantonio, Juan José Castro…
Todo suma. Todo contribuye a enriquecernos y bienvenidos sean los visitantes de ahora, los suecos y germanos, y sus directores Okko Kamu para la de Estocolmo y nuestro viejo conocido, Fruhbeck de Burgos, para la alemana.